La Organización Meteorológica Mundial (OMM), en su informe actualizado para la COP29, ha establecido que los primeros nueve meses del año 2024 han sido los más calientes registrados hasta ahora; esto no es un acontecimiento sorpresivo, pues los últimos diez años han sido los más cálidos en 175 años de mediciones. La crisis climática desatada por el aumento de la temperatura tiene consecuencias múltiples, entre las que se destaca la variación drástica de los fenómenos climáticos, cada vez más difíciles de pronosticar y con intensidades nunca antes vistas.
En el país enfrentamos una temporada de precipitaciones extremas. Frente a la reciente ola invernal se han emitido 138 declaratorias de calamidad pública; solo en Chocó, las lluvias de los días 9, 10 y 11 de noviembre de 2024 inundaron 25 municipios, afectaron a 37.577 familias y 187.885 personas, 4.337 viviendas, 18 colegios y 1.487 hectáreas. En consecuencia, el Gobierno Nacional declaró la situación de desastre nacional en todo el territorio colombiano; con esto busca, durante los próximos 12 meses, acudir a todas las herramientas legales y constitucionales para hacerle frente a la situación.
No obstante, a pesar de que se destinaran inicialmente 1.7 billones de pesos para atender la crisis, mientras persistan los factores estructurales que causan esta variación climática, será poco lo que podremos hacer. En Bogotá, por ejemplo, enfrentamos una terrible paradoja: mientras en un día llueve lo que debería llover en un mes, el nivel de los embalses del Sistema Chingaza (nuestra principal fuente de agua potable) se encuentra por debajo del 50%. Es decir, el agua que nos sobra nos ahoga y el agua que nos falta es la que necesitamos para vivir.
Esta situación, como lo señalamos al inicio, no es imprevista. Bogotá ha sido identificada desde el 2016, según el Análisis de Vulnerabilidad y Riesgo por Cambio Climático en Colombia presentado por el IDEAM, como la segunda ciudad más vulnerable al cambio climático. Eventos climáticos atípicos como inundaciones más intensas y frecuentes; movimientos de tierra en zonas de alto riesgo; incendios forestales en los Cerros Orientales; islas de calor en áreas urbanas, y avenidas torrenciales en muchas de sus cuencas hidrográficas, fueron determinantes para esta clasificación.
En lo que va corrido del año los y las bogotanas hemos experimentado en múltiples ocasiones estos eventos, además, el racionamiento de agua potable que completa siete meses, nos reafirma que el IDEAM no se equivocó. A pesar de esto, Bogotá se quedó en los últimos años estancada en medidas paliativas o, en el peor de los casos, en estados de negación sobre la realidad climática que han contribuido a que el escenario actual sea más crítico para los 12 millones de habitantes de la ciudad región.
Aunque contamos con una política pública de acción climática que reclama acciones ambiciosas e integrales, lo cierto es que la ciudad sigue por la desenfrenada senda desarrollista que ve rentabilidades y ganancias en cada pedazo de suelo bogotano. No se ha replanteado el modelo de ciudad que sigue priorizando la urbanización extensiva y masiva, aumentando con esto las cargas ambientales de manera exponencial y agotando los recursos naturales del país de una manera voraz.
Podemos señalar tres ideas o modelos de ciudad que hoy se encuentran sobre la mesa: 1. Una ciudad endurecida, extensa y devoradora; 2. Una ciudad que implementa acciones para la mitigación de la crisis climática desacelerando de manera insignificante el modelo desarrollista de ciudad; y 3. Una ciudad resiliente y que es capaz de cambiar hacia una trayectoria de restauración, mejoramiento y mantenimiento de la vida en toda su integralidad y diversidad. Este último modelo es el que defendemos y nos separa radicalmente de los otros dos, pero veamos el porqué.
El primer modelo, defendido por la ignorancia de toda evidencia científica o por la codicia, que en últimas también es ignorancia, considera que la ciudad debe seguir creciendo desaforadamente sin importar la destrucción de la Estructura Ecológica Principal de Bogotá que se ve, en el mejor de los casos, como un asunto paisajístico. Este modelo es el que defiende la actual Administración Distrital, por eso el poco tiempo que lleva lo ha gastado en la defensa de la construcción de mega vías y mega proyectos urbanísticos, muy rentables en el corto plazo para los gremios de la construcción, banqueros y especuladores de la tierra, pero que causarán costos muy altos para la mayoría de los ciudadanos. No es gratuito que, por ejemplo, ante las recientes inundaciones varios de los escuderos de esta idea de ciudad hayan salido a alegar que se debía a la falta de ampliaciones viales o al desarrollo de nueva infraestructura para la movilidad.
El segundo modelo, defendido por algunos expertos y políticos que miran solamente el corto plazo, plantea estrategias para mitigar los efectos de la crisis climática. En este grupo sobran los tecnicismos y las buenas intenciones; sin embargo, en sus soluciones siempre quedan concesiones a los propulsores del primer modelo. Si bien no niegan la realidad ambiental y climática y sus agendas tienen siempre un alto componente sobre estos temas, a la hora de proponer soluciones les cuesta trastocar los intereses de quienes más se benefician del primer modelo. Así pues, es en las medidas estructurales donde terminan por claudicar en su empeño y, aunque las apariencias engañen, resultan más cerca de los primeros.
Nuestro modelo, en cambio, propone una ciudad distinta que se desarrolle por y para sus habitantes (humanos y no humanos); esto significa detener el viejo sueño codicioso del cemento que fragmenta nuestros ecosistemas, contamina nuestras aguas y consume asimétricamente los recursos naturales que día a día son más escasos. Para eso proponemos ser consecuentes con las metas y los objetivos que la humanidad se ha planteado en múltiples foros, conferencias, asambleas y encuentros; hacer la paz con la naturaleza en Bogotá implica mejorar nuestra relación con los ecosistemas que aún se resisten a desaparecer en nuestra ciudad.
Debemos restaurar la conexión de los cerros y el Río Bogotá, para esto resulta clave aumentar y/o restablecer la integridad, la conectividad y la resiliencia de todos los ecosistemas bogotanos. En este propósito será indispensable una urbanización inclusiva y sostenible donde se aborden los cambios del uso del suelo con el fin de garantizar una restauración efectiva de los ecosistemas degradados; una reducción de los riesgos de contaminación, y un aumento de los espacios verdes y azules; todo lo anterior, de la mano de la generación de una integración y coherencia intersectorial para la gestión territorial de la biodiversidad y la acción climática que, además, funja como determinante de la planificación y el ordenamiento del territorio.
Queda claro entonces porque nos diferenciamos de quienes defienden el primer o el segundo modelo de ciudad: nuestra causa no busca morigerar la crisis, mucho menos tapamos el sol de la evidencia con el dedo de la ignorancia; por el contrario, proponemos salidas estructurales a una crisis estructural. Mientras modelos de urbanización codiciosa permanezcan de una forma cruda o maquillada, estamos condenados a que perezca la vida como la conocemos y con ello, muy seguramente, nuestra propia vida también se extinga.
Hay un viejo proverbio que expresa la sabiduría de los nativos americanos, algunos lo refieren a los Cree, este dice que “cuando el último árbol sea cortado, el último río envenenado, el último pez pescado, solo entonces el hombre descubrirá que el dinero no se come”... ¿Será que el alcalde Galán, que posó durante la COP16 como un líder comprometido con el cuidado y la protección de la biodiversidad y los ecosistemas urbanos, se dará cuenta, antes del desenlace apocalíptico que nos propone el proverbio, que el dinero generado por su modelo de ciudad para unos pocos, no trae vida sino muerte?