En el triunfo de Junior recordé a Édgar Perea, el mejor relator de Colombia, ya fallecido.
Inimitables fueron sus arengas con las que zarandeaba a los rivales, calentaba el ambiente, alentaba a su equipo. Con gritos, en ocasiones desaforados.
Esa fuerza interior que transmitía desde sus micrófonos apasionados, reapareció esta vez en Junior para superar adversidades, para darle un vuelco a los pasajes inciertos de la temporada, incluidos el cambio de director técnico y la consecuente recuperación de futbolistas descartados.
Con el viraje dado consiguió el título contra los pronósticos, algunos burlescos, de periodistas con poco cerebro.
La misma pasión que transmitió Bacca, su ídolo inoxidable, rescatado, a punto de marcharse, rechazado por Bolillo y “ajusticiado” por su médico.
Junior supo desde el furor de su última crisis, que el valor de un campeón no está solamente en alzar la copa una y otra vez. Radica en caer y levantarse, para justificar la fiesta popular de su pueblo desbordado.
Ganó con drama, con ventaja corta, sin exquisiteces, a sangre y fuego en un luchado partido, con picos altos emocionales, futbol especulativo, pocos riesgos, sin reparos en el esfuerzo colectivo.
Hizo trizas la creencia ya devaluada del miedo escénico, en su victoria a domicilio.
Es el futbol de hoy en el que correr sin freno, presionar y pegar, releva las habilidades. El futbol que se vibra con futbolistas musculosos y no se vive desde los talentosos. La verdad demacrada del juego.
Junior Ganó porque aprovechó las disfunciones tácticas de su rival, el Medellín, que traicionó a su pueblo al desconocer la dimensión de la fiesta popular instalada en las tribunas.
Grotesco papelón el del “poderoso”. Lo tenía todo en la mano y lo perdió sin apelaciones por descuidos inexplicables.
Su entrenador Arias, fue inferior al reto, lo demostró el resultado. Desapareció en él la lucidez exhibida en la campaña. Durante el torneo hasta los minutos de remate en el partido del título, se vio seguro, fuerte y favorito. Pero se le confundió el libreto. El futbol, disparador de emociones, volvió a rendir tributo a la ingobernabilidad del juego y el resultado. Solo se es campeón en el pitazo final. Es una de las razones fundamentales de este espectáculo.
Como tantas veces se ha dicho, los campeones no se coronan desde los micrófonos, pero en ellos, en los medios, es donde las vanidades desbocadas empiezan a perder el equilibrio emocional, que conduce a las derrotas.
Arturo Reyes, el eterno rechazado, tuvo reflejos en la gestión de la nómina que le armó Bolillo, su antecesor, no movió el mercado, pero conformó un equipo campeón, sin lujo, justo y legítimo en el resultado, sin remolque arbitral, como se especuló, con descrédito al juez central, en la antesala del partido, promoviendo el futbol y la guerra. Tanto de envidia en todo esto.
P. D. Una ligereza.
Que un periodista serio como Hernán Peláez, valorado como maestro de maestros caiga en la impostura al descalificar a RCN y a Caracol, sin responsabilidad alguna, por los fallos de la señal en uno de los partidos recientes de la selección Colombia, es incomprensible.
Más grave en él, tan experimentado, que conoce los riesgos de este oficio cuando no se tiene control sobre la señal de origen. No es el camino indicado para un periodista de su talla con la intención de ganar viralidad en redes, en perjuicio de su prestigio bien logrado.