Juan Restrepo

Ex corresponsal de Televisión Española (TVE) en Bogotá. Vinculado laboralmente a TVE durante 35 años, fue corresponsal en Manila para Extremo Oriente; Italia y Vaticano; en México para Centro América y el Caribe. Y desde la sede en Colombia, cubrió los países del Área Andina.

Juan Restrepo

Las patrias paralelas

Estaba oyendo yo el escalofriante relato que hacía en WRadio el capitán Alfonso Romero Buitrago sobre la práctica de las ejecuciones extrajudiciales llamadas “falsos positivos”, y al mismo tiempo echándole un vistazo a la prensa del día por internet, cuando me topé en la pantalla con un documento digno de figurar en El nombre de la rosa: la dimisión de su cargo de jefe del Ejército hecha por el general Eduardo Zapateiro, en letras góticas y formato de Carta Magna. Un dramático documento que no habría desmerecido figurar en la famosa novela de Umberto Eco.

“Hice las denuncias por el conducto regular, pregunté al coronel, al comandante de la Brigada Móvil, después fui al general Montoya, al general de la Brigada XVII, el general Zapata, y al ver que todo mundo se tapaba con la misma cobija, quedé desarmado, sin saber qué hacer”. Ése era más o menos el relato del capitán Romero, cuando apareció ante mis ojos la edición facsímil de la renuncia que hacía el saliente general a su comandante, el presidente Iván Duque.

La carta, de fondo desvaído como corresponde a la apariencia de pergamino que el autor quiso dar a su despedida, iba encabezada por el escudo del Ejército Nacional con su yelmo de emplumado tricolor, sus correspondientes ocho cuarteles, manto de pañería y aquel mise en abyme medievalizante que caracteriza la heráldica de Ejército. No salía de mi asombro.

Al fondo, en la sintonía de la emisora, el capitán compareciente ante la Comisión de la Verdad, desgranando con lujo de detalles los métodos para reclutar a sus víctimas, hablaba de los “litros de sangre” que exigía “mi general” Montoya; mientras yo me adentraba en el texto del “viejo soldado de la patria… encanecido por el tiempo, curtido por el combate”.

El capitán Alfonso Romero, que purgó cárcel por delitos que decía no haber cometido y en cuyo registro asegura no existió ”ni una sola violación a derechos humanos”, no obstante haber denunciado los abusos de poder de sus superiores, contaba con amargura cómo, de haberlo hecho, “hoy en día sería coronel”; recordándonos así la dura realidad de un arma cuya oficialidad escaló gracias a 6.402 víctimas que ni siquiera eran sus enemigos.

Y mientras el retirado capitán Romero recordaba a la audiencia esa dura e incuestionable realidad, el avance en el escalafón gracias al dolor de tantas familias colombianas, yo me adentraba en la lectura del texto arcaizante, grandilocuente y nostálgico del general Zapateiro: “Tenga la plena seguridad, señor presidente, que su Ejército, el de todos los colombianos, ha aprendido de los errores del pasado y está listo a enfrentar los retos del futuro”, decía aquel pergamino que bien podía haber llegado por mensajero a caballo y en sobre lacrado al palacio de Nariño.

Dos visiones paralelas de Colombia en unos instantes aquella mañana. La una descarnada, desgarradora, que dejará una huella difícil de borrar en un cuerpo del Estado encargado de velar por la integridad del país; y la otra una despedida augusta, mayestática y egregia en caracteres medievales, con sus mayúsculas encarnadas, con sus esquinas orladas de floripondios.

En entrevista a la revista Cambio, Gustavo Petro recordó que los “falsos positivos” y la connivencia del cuerpo armado con el paramilitarismo no habían sido solo culpa del Ejército: “Fueron demandados por políticos, por empresarios, por ciudadanos por encima de toda sospecha”, cito de memoria, y el país no debería olvidarlo.

Dentro de unas semanas, al recién elegido le tocará marchar junto a los mandos en ese paseíllo tan curioso y anacrónico que se acostumbra en Colombia: un presidente civil siguiendo el paso de los militares. Habrá, como siempre, muchos atentos a si los Salvatore Ferragamo que calzan los pies del presidente siguen correctamente el ritmo de la marcha o equivoca el paso.

Petro debería empezar por abolir esa tradición sin sentido. Los civiles, en una sociedad democrática, no están para marchar al ritmo de los militares. Ni éstos deberían haber estado nunca para lo que les deja una mancha indeleble.

Post scriptum para el dimisionario comandante del Ejército: General, en un texto que usted pretendió dejar para la Historia, le sobran mayúsculas por todas partes (soldado, fuerza, glorioso, derecho…), y le faltan allí precisamente en donde deberían haber brillado: Constitución y Estado.

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