Medio siglo de guerra inútil

El miércoles 17 de junio de 1971, un joven norteamericano de apenas quince años, Philp Seth Golberg, que estaría terminando en Boston sus estudios de high school, y a quien seguramente interesaba más el resultado de su equipo de béisbol favorito que el florido discurso de Richard Nixon aquel día, nunca imaginó que medio siglo después estaría dando directrices al presidente de Colombia, un lejano e ignoto país de Sudamérica, para que continuara la guerra inútil, fracasada y sangrienta que acababa de declarar Nixon en la sala de prensa de la Casa Blanca.

Eso es exactamente lo que ha ocurrido hace unos días, cuando el embajador Philp Golberg en Bogotá le dijo a Iván Duque que había que seguir la guerra; es decir, reanudar la aspersión del veneno llamado glifosato en las siembras de campesinos miserables, extraditando mafiosos multimillonarios que luego salen a disfrutar de sus fortunas en Estados Unidos y, de paso, regando Colombia con la sangre de los peones intermedios entre esos campesinos y esos millonarios; o sea, además de la de agentes del Estado, la de los traquetos, lavaperros, mulas, sicarios y demás ejemplares de la fauna que ha creado en medio siglo, el negocio al que dio Nixon carta de presentación un miércoles de aquel lejano mes de junio.

Después de miles de muertos, de litros de sangre derramada, de mayor inequidad y sufrimiento, Colombia tiene hoy 245.000 hectáreas sembradas de coca y produce mil toneladas de cocaína al año. Y frente a estos datos y esta realidad, Iván Duque proclama ufano: “Le rendimos cuentas es al pueblo colombiano para enfrentar el fenómeno. Y, por supuesto, trabajamos de la mano con los países que quieran hacer de este ejercicio un trabajo compartido”.

“Embajador Golberg, ayúdenos”, titulaba hace algún tiempo un columnista de la revista Semana. Teniendo en cuenta las credenciales del señor embajador en pasados destinos, expulsado de Bolivia y de no precisamente perfil bajo en Cuba y en Filipinas, supondría uno que mejor no pedirle ayuda de ningún tipo y desear que se quede en su oficina quietecito. De eso nada, como vemos, y además, Duque encantado de acatar directrices de Washington, necesitado como está de hacer méritos con la administración norteamericana.

Así pues, a seguir en la “guerra contra la droga”, que solo ha transformado para mal al subcontinente y no ha supuesto más que un rotundo fracaso con respecto a la producción de marihuana primero (hoy legalizada en varios estados de Norteamérica y en México y Uruguay), y de coca después. También se pretendió terminar con la heroína, que en tiempos de Nixon mitigaba la dureza de la guerra en los combatientes en Vietnam, “acabando con la producción de opio”. Desde entonces la producción de derivados de la adormidera ha crecido como nunca. Un desastre esta “guerra” para la salud pública, un drama para la convivencia y un penoso deterioro de la inclusión social. 

Pero de todos los estupefacientes que ofrece hoy el mercado ninguno muestra de manera más dramática las consecuencias perversas para Latinoamérica, y particular para Colombia, que la cocaína. Paul Gootemberg, autor de uno de los estudios fundamentales sobre el fenómeno, Cocaína andina, a pesar de las dificultades para medir este negocio, dice que se trata de una industria de escala. “Intenté medirla, es como mil veces más grande que la industria legal a principios de los años 20 (del siglo pasado). Entonces Perú producía 10 toneladas de cocaína al año. En los años setenta eran 1.000 y ahora estamos en 2.000 toneladas” a nivel global. 

Todos los presidentes de Colombia cuando toman posesión del cargo —y también los mexicanos y seguramente los de otros países de la región— se sienten en la obligación de anunciar que van a seguir en la “guerra contra la droga”. Luego se encuentran rodeados de un funcionariado que se deja corromper fácilmente por el inmenso poder de los carteles. Terminan diciendo los lugares comunes de siempre y utilizando el pretexto de la droga —del “narcotráfico” como les encanta decir— para camuflar la realidad conflictiva de sus sociedades.

Según un informe del diario español El País, desde que Bolivia expulsó a la DEA, el organismo norteamericano de lucha contra la droga, se ha frenado la violencia y ha disminuido la refinación de pasta base para la elaboración de cocaína. Y hoy el país incauta más pasta base y cierra más laboratorios de reciclaje de manera pacífica que cuando se aplicaban las reglas de la “guerra contra las drogas” impuesta por Norteamérica. El control social, agrega el informe, no genera violencia contra los campesinos azotados durante décadas con muertos, cientos de heridos y reiteradas violaciones a los Derechos Humanos.

Aunque la regulación del consumo es el único camino para acabar con el problema, se trata de una meta hoy lejana y casi utópica. Sin embargo, la experiencia boliviana en el sentido arriba apuntado, debería servir, por lo menos, como elemento de reflexión.

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