¿O debiera decir ochentena?
Pues sí. ‘Echando cabeza’ en estos días en los que miles de cosas se atraviesan, recordé que no es la primera vez que estoy encerrado por más de 15 días en mi casa.
Rondaba el año 1993, mes de octubre, por allá entre los días 15 y 30, época especial porque nacía Wilmar Barrios, jugador de la Selección Colombia; el Partido Liberal canadiense ganaba por mayoría absoluta las elecciones; Borís Yeltsin decretaba la propiedad privada del suelo en Rusia; fallecía Vincent Price, actor estadounidense conocido por ser uno de los más importantes del terror gringo y haber sido el papá de Edward Manos de Tijera; y a mí me daba una ‘hepatitis A’ que me obligaba a confinarme en el sofá de mi casa durante cientos de horas y a declararle la guerra, total y absoluta, a la cuajada con melao: remedio casero aconsejado por mi tía Inés y manjar dulcero para muchos, al que después de cientos de dosis le cogí flojera.
El confinamiento y la maluquera fueron generados por una tusa que, previamente, me permitió acabar con las reservas de la Casa Domecq, en materia de brandy; y con un porcentaje de mi hígado post adolescente el cual ya tenía bien entrenado, pero no era invencible.
En ese tiempo vivía en la casa de mis papás, sin mis papás y con mi hermana Mónica, que me tuvo mucha paciencia. Mi movilidad era limitada ya que el dolor estomacal era constante y fuerte; mis ganas de estudiar y hacer trabajos de la universidad habían disminuido más de lo normal; el arequipe fue mi postre preferido, al igual que el jugo de guanábana (porque los podía consumir); y mi animadversión al “producto lácteo, de textura cremosa, elaborado con leche coagulada por acción del cuajo” se manifestó en todo su esplendor.
No hubo de otra que pegarse de los 12 canales de televisión que existían en el sistema de cable; leer revistas del espectáculo y una que otra publicación sería; y encadenarme a lo que me quedaba más fácil, cerca y más me gustaba: la música.
Ese año, mi papá nos regaló un equipo de sonido con doble casetera, tornamesa, ecualizador gráfico, unidad de CD (no es Centro Democrático) y unos parlantes gigantes con los que le aburrí ‘dignamente’ la existencia a mis vecinos.
Los acetatos de Soda Stereo se convirtieron en la herramienta principal de mi lucha contra las ganas de salir, de rumbear, de jugar voleibol y de ir a buscar a ‘la culpable de todas mis angustias y todos mis quebrantos’. Les siguieron los casetes de salsa de mi hermana; el cd ‘Get a Grip’ de Aerosmith; y el disco de boleros de Julio Jaramillo que tenía como tesoro y que, con mis amigos, solíamos escuchar al calor del líquido más preciado por las cantinas y los bares de la ‘Bogotá region’.
Fueron 20 días de dolores del alma y de barriga, que me lanzaron a enfrentar las penurias del corazón, a contestar el censo de ese año y a presentar los parciales finales de ese semestre. 15 días después volví al voleibol; 15 más, pasé una navidad sobria; y 8 después me desquité en la Feria de Manizales. Y seguí ‘pidiendo canoa’ para que me perdonaran, pero no me la rebajaron.
Avanzaron los años y me volví a encontrar con una experiencia de aislamiento similar a la del año 93, ocasionada, tal vez, por un murciélago mal cocinado o porque los chinos le abrieron la puerta a ese virus que nos tiene encerrados. El tiempo lo dirá.
Para esta situación, me dije, estoy preparado. Y empecé a recuperar hábitos adquiridos en el pasado. Por ejemplo, aprendí a hablar solo; en la etapa actual hablo con mi gato, que es prácticamente lo mismo porque no me contesta (a veces refunfuña, a su estilo).
También, aprendí a dejarle a la música la oportunidad de acompañarme y recuperar el ánimo que, por el cambio de situación, perdí por momentos. En palabras expertas, “este arte colabora con el pensamiento lógico matemático, la adquisición del lenguaje, el desarrollo psicomotriz, las relaciones interpersonales y potencia la inteligencia emocional”.
Pues aproveché. A mí me ayuda a relajarme, a trasplantar gratos recuerdos y a enfrentar la ausencia obligatoria de mi esposa, que trabaja en otra ciudad; y la de mis hijas, que viven en un pueblo cercano a la capital. Además, he sentido que me concentro más a la hora de trabajar cuando escucho una canción que me gusta.
En estos días, consultando las redes sociales, vi un mensaje de Twitter de Víctor Romero, un presentador sincelejano y relator de fútbol que trabaja en ESPN y que vive en Argentina. Nostálgico y con ganas de patria, el hombre decía sentirse solo y extrañando a su tierra.
Como buen imprudente, le escribí y le aconsejé que se dejara acompañar por la música; además, sabía que al personaje le gustaba la salsa clásica. Yo, entre mis tesoros, tengo una lista de más de 550 canciones del género almacenada en una aplicación especializada. Y decidí compartírsela. La gratitud fue inmediata.
Esta es la prueba de que lo que cantan y tocan los otros, de mil maneras, puede hacernos la vida alegre. Les dejo el nombre de algunas tonadillas (varios géneros) que me han ayudado a dar el chispazo inicial de la batalla contra el aburrimiento:
- Rezo por voz (Luis Alberto Spinetta).
- Crazy (Seal).
- Even Flow (Pearl Jam).
- Canción Animal – El Ritmo de tus Ojos – Mundo de Quimeras (Soda Stereo).
- Un caso social – Solo un Cariño (Grupo Niche).
- La Batidora – El Comején – El Jardinero (Wilfrido Vargas).
- Quítate la máscara (Adalberto Santiago).
- La infaltable ‘Muralla Verde’ (Enanitos Verdes).
Y la lista sigue, al igual que la cuarentena…
No hay que rendirse. Con conciencia y paciencia vamos a salir de esta situación y vamos a poder recuperar, poquito a poco, lo que por muchos años marcó nuestras vidas.
Esperen y verán...