Los primeros 100 días de Gustavo Petro quedaron marcados por la improvisación y la ignorancia en algunos temas capitales, tristemente dos elementos característicos del nuevo gobierno. Por ese motivo muchas de sus principales decisiones causaron sobresaltos y preocupación y enviaron un mensaje de incertidumbre a varios actores claves de la comunidad internacional, acerca del futuro económico y social de nuestro país.
El estilo es el hombre. Petro ha hecho desde la casa de Nariño mucho de lo que lo vimos hacer en el palacio Liévano durante su alcaldía en Bogotá. Tenemos un presidente que no respeta el tiempo de los demás y le ha llegado tarde o ha incumplido compromisos con personas y con gremios. Los taxistas, los comerciantes y hasta el presidente Macron de Francia. También tenemos un presidente aficionado a los anuncios rimbombantes y a los golpes de opinión. El mismo que llegó a proponer el tren desde el Amazonas hasta el Caribe, ahora dice que el carbón de Colombia puede destruir el mundo.
El problema es que la suerte del país y el destino de todos los colombianos están comprometidos con lo que pase con el gobierno, por lo cual es estéril y poco inteligente enfrascarse en debates y avivar las diferencias, porque lo que nos conviene a todos es qué es que a Petro le vaya bien y que logre ejecutar una tarea a la altura de los enormes retos económicos y sociales que enfrentamos.
Lo más preocupante, desde luego, es la destrucción de la economía en tiempo récord. Petro debería entender que fue elegido presidente de Colombia y no del mundo, que está sujeto a las leyes del mercado y que sus anuncios y decisiones trascienden nuestras fronteras y pueden tener graves consecuencias para todos. Ahí está, por ejemplo, la aritmética gravosa y ruinosa para tantas personas y empresas de la devaluación de nuestra moneda, con cargo a la hostilidad irracional de Petro y sus funcionarios contra el sector energético. También el daño -quizá ya irreparable- de haberse empeñado en una reforma tributaria que crea onerosas obligaciones al sector productivo, en momentos en los que el planeta enfrenta la peor crisis inflacionaria de la historia y se encuentra ad portas de una recesión. Las consecuencias de esa aventura aún no se sienten con nitidez en las economías de los hogares y de las personas, pero serán inexorables y dolorosas a la vuelta de algunos meses.
Hasta ahora, el país se polariza más, se divide más, aumentan los resentimientos, las diferencias, las controversias y la inconformidad en muchos sectores. Ese tendría que ser el referente fundamental para la llamada paz total, que hasta ahora parece más enfocada en la búsqueda de acuerdos con todos los grupos criminales de izquierda y de derecha que hay en el país, en particular las mafias del narcotráfico, el ELN y las disidencias de las FARC. Una paz de verdad exige desmontar el narcotráfico y la minería criminal. Cualquier proyecto tiene que tener ese como objetivo principal. Y al mismo tiempo debe ser una tarea a ejecutar entre todos, por lo cual es inaplazable fomentar acercamientos y consensos entre las dos colombias que hoy se repelen.
Ante ese grave panorama Petro tiene dos posibilidades: hacer de su gobierno una especie de tomo tres del pendenciero y tramposo estilo de los dos gobiernos de Santos o acometer de una vez por todas, con ambición y transparencia, el gran acuerdo nacional que se necesita, con la participación de todos los sectores y de todos los partidos, para consensuar soluciones inteligentes y prácticas a la grave problemática que enfrenta el país. Ese sería el camino correcto pero implica renunciar a sectarismos y a agendas ocultas.
Lo que necesita y reclama Colombia en esta hora es grandeza, visión de Estado, compromiso de fondo con los colombianos para hacer realidad el acuerdo. Para atender unidos las reformas que ciertamente se necesitan en el país, en particular la reforma de la justicia, la reforma pensional, la reforma del sistema educativo (para liberarlo de las garras y de la corrupción de Fecode), la reforma política y el "aggiornamento" de la Constitución de 1991 que como el mismo Petro ha dicho, puede y debe ser la principal herramienta para definir y suscribir un nuevo relacionamiento entre los colombianos.
También tendría que enfocar las prioridades. No es la descarbonización lo más urgente en la agenda ambiental. Es poner fin al arrasamiento y a la devastación del Amazonas por las mafias. En lo económico no es crear más impuestos sino elevar la productividad. Los tres millones de hectáreas de minifundios son un delirio. Colombia necesita una política agropecuaria seria y otra industrial.
Lo acontecido en este tramo inicial tiene una enorme utilidad para Petro, como referente de lo que debe y de lo que no debe hacer en el futuro, con alertas tempranas de cambios y de ajustes que debe realizar para gobernar para el bien de los colombianos y no para alimentar las pasiones y resentimientos suyos y de las personas que lo acompañan.