Petro perdió su visa. Era previsible, incluso podemos decir que es una sanción menor para una grave falta. El hecho no tiene nada que ver con el insulso discurso ante la ONU. Una oda donde volvió a mostrar superficialidad intelectual con pretensiones poéticas bastante mediocres. El hecho que se le cuestiona es haberle pedido a las fuerzas armadas de los EE.UU. que desobedezcan al presidente Trump, electo democráticamente en ese país.
Petro parece no abandonar su pasado guerrillero, cree que si a uno no le gusta un gobierno electo democráticamente puede armar una rebelión contra él. Hay pues esa idea que tienen de que la violencia y la rebelión son un derecho. Ningún presidente puede ir a otro país a pedir que desobedezcan a su presidente democráticamente electo. Y aún en el propio país es inaceptable la idea de que uno puede sublevarse contra la decisión democrática.
Petro tiene una forma de evadir su fracaso que consiste en aspirar siempre a algo más. Fue un pésimo alcalde -todavía tenemos problemas con el sistema de basuras que se dedicó a destruir-. En vista del fracaso, aspiró a presidente y en medio de su pésima gestión, la abandona para convertirse en agitador internacional de la causa palestina. Es una manera de ir tapando el fracaso con la falsa impresión de que avanza.
Su vanidad es enfermiza: él mismo proclama que Colombia ahora es conocida por Petro. La megalomanía de sentirse más de lo que es. Pero la realidad es otra: su legado como presidente no es más que destrucción. Ha desmantelado la economía con reformas fallidas, ha debilitado las instituciones al coquetear con totalitarismos, y ha sumido al país en una inseguridad rampante al negociar con criminales en lugar de combatirlos. Mientras Colombia sufre de una crisis de salud cada vez más grave, una crisis energética y unas finanzas públicas destruidas.
Petro posa de salvador global, pretendiendo salirse de los problemas locales asumiendo oficios ajenos, como si ser un agitador internacional borrara su incompetencia doméstica.
No es admirado en el extranjero, como su ego le hace creer; al contrario, hace el ridículo. No es un líder visionario, sino un provocador que insta a la desobediencia en tierras ajenas, revelando su incapacidad para respetar -otra vez- la democracia que tanto predica. El mundo lo vio como es: un exguerrillero que no ha superado su afición por la subversión.
Para colmo de ironías, mientras el presidente Trump logra avances concretos hacia la paz en Oriente Medio –con una propuesta de cese al fuego que incluye un plan de 20 puntos para el fin inmediato de la guerra, la liberación de rehenes y la reconstrucción de Gaza, y que ya ha recibido el acuerdo inicial de Israel para una retirada–, Petro propone crear un “ejército de salvación del mundo” para “liberar Palestina”, lo que no es más que una llamada a aumentar la violencia en una región ya devastada. ¿Dónde está la coherencia?
En Colombia, negocia con los violentos ofreciéndoles impunidad y espacios políticos, mientras que en el exterior aboga por más confrontación armada.
Esta doble moral no engaña a nadie: se le ve el odio por el pueblo judío apenas disimulado, disfrazado de solidaridad con Palestina. A Petro le gusta siempre una justicia selectiva. Se queja de la detención de 2 colombianas en Israel, y calla sobre los 37 colombianos encarcelados injustamente en Venezuela por Maduro. Se queja de los falsos positivos y me trata de cómplice cuando yo siempre he pedido cárcel para quienes a sabiendas asesinaron civiles. Lo reté y lo vuelvo a retar: Petro pida cárcel para los crímenes de lesa humanidad y de guerra cometidos por las guerrillas. Los colombianos y yo llevamos días esperando a que renuncie a la justicia selectiva.