Qué culpa tiene Belalcázar

Durante las protestas contra la reforma tributaria derribaron en Cali la estatua de Sebastián de Belalcázar. No es el primer monumento de don Sebastián que cae últimamente. Y, a propósito, el senador petrista Gustavo Bolívar dijo en una emisora de radio que él entendía la cosa, que entendía que los indígenas estuvieran tan bravos con el conquistador español. Ya me dirán ustedes qué tiene que ver el fundador de Cali con el impuesto al chocolate y a las pensiones.

Aquí mismo tuve oportunidad de expresar mi opinión sobre el ejercicio peregrino de derribar estatuas, y no voy a repetirme; pero sí quiero llamar la atención sobre el origen de esta práctica, que paradójicamente inauguró en España ese faro de luz de la política internacional que es Rodríguez Zapatero, ex presidente allí. A Zapatero y a sus ministras debemos también la difusión del lenguaje inclusivo en el ámbito hispanoparlante, cosa que nunca agradeceremos bastante por su contribución a la claridad del lenguaje y entendimiento entre los seres humanos.

Los historiadores llaman presentismo al error de poner adjetivos de nuestro tiempo a gentes de hace 500 años, a juzgar con criterios de hoy en día a gentes de otras épocas. Entonces se tenía otra espiritualidad, otra religiosidad, cosas que no tienen nada que ver con el mundo laico de nuestros días. Eran tiempos con otra escala de valores; del honor, por ejemplo, cosa que hoy importa bastante poco a la inmensa mayoría de la gente.

Pero en el disgusto con los conquistadores el senador Bolívar no está solo. Lo acompañan nada más y nada menos que los presidentes de México, López Obrador, y de España, Pedro Sánchez, que se reunieron en 2019, y tácitamente pactaron silenciar la efemérides de los 500 años de la llegada de Hernán Cortés a Tenochtitlán. Pedro Sánchez, alumno aventajado de Zapatero, no podía haber actuado de otra manera.

Soy consciente de estar en minoría y que decir estas cosas no gusta nada por aquí, pero el encuentro entre españoles y mexicas dio lugar al mestizaje, condición incuestionable de las gentes de este continente. Si Cortés hubiese sido inglés, en lugar de llamarlo genocida que acabó con unas tribus en la meseta de Anahauac, sería el hombre que terminó con los horribles sacrificios humanos de los sacerdotes mexicas o aztecas, que tasajeaban a sus víctimas como animales y les sacaban el corazón palpitando. Para los ingleses, Hernán Cortés, seguro, habría sido un hombre extraordinario.

Rebajémosle, pues, a lo del genocidio indígena como si estuviéramos hablando de alguno de los delincuentes que han gobernado estos pobres países de América últimamente, y dejemos de repetir como cotorras el cuento del oro que nos robaron los españoles. En más de medio siglo de relación que tengo con ese pueblo y ese país, jamás he oído a uno solo quejarse por el expolio de plata y oro que hicieron en la península ibérica los romanos.

Qué curioso que no se nos ocurra imitar a los españoles más que en este tipo de pendejadas, el lenguaje inclusivo y el derribo de estatuas. Con las virtudes tan dignas de copiar que tiene esa gente. ¿Por qué no los imitamos en su generosidad y nos sacudimos de encima la tacañería y mezquindad tan propia de los colombianos? ¿Por qué no copiarles el récord mundial que tienen en donación de órganos humanos, por ejemplo? ¿O la variedad y riqueza de su gastronomía? Un país con dos mares como Colombia, que casi desconoce el pescado y el marisco, tiene una de las gastronomías más sosas y poco imaginativas de la región. Aprendamos de ellos, aunque sea a comer.

Créanme, el pueblo español tiene más y mejores cosas para imitar que las que le conviene al gobierno de turno allí, y particularmente que las que le conviene a tipos como Sánchez y Zapatero.

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