
“Tenía 17 años. Había escrito en su diario que ya no aguantaba más. Su mamá llamó a la EPS: le dieron cita para dentro de cuatro meses. No llegó a la consulta. Llegó al funeral.”
Este no es un caso aislado. Es una postal dolorosa de un país que se llena la boca hablando de salud mental, pero que ofrece atención tardía, precaria o simplemente inexistente. En Colombia, si tienes una crisis emocional, la respuesta del sistema suele ser: “espere”.
Según cifras del Ministerio de Salud, el 85% de los municipios del país no cuenta con un solo psiquiatra. Las EPS, en su mayoría, entregan citas con psicólogos para dentro de dos a seis meses. Y cuando se trata de una urgencia, lo que sigue es una larga espera en una sala de urgencias saturada o, peor, la indiferencia.
Las consecuencias están a la vista. En 2024, más de 3.200 personas se suicidaron en Colombia, según Medicina Legal. La mayoría eran jóvenes entre 14 y 29 años. A esto se suman miles de casos de ansiedad, depresión, ataques de pánico y trastornos mentales que no reciben tratamiento oportuno ni seguimiento.
“Nos dicen que hablemos, pero nadie escucha”, cuenta Mariana, estudiante universitaria de 21 años. “Después de una crisis de ansiedad, llamé a la EPS llorando. Me dijeron que la primera disponibilidad era dentro de doce semanas. Que si era urgente, fuera a urgencias. Y allá me dejaron esperando seis horas. Me fui.”
Esta historia se repite en todo el país. Y si no puedes esperar, tienes que pagar. Las consultas privadas pueden costar entre $300.000 y $600.000 pesos. Las clínicas especializadas, aún más. Mientras tanto, las EPS niegan medicamentos psiquiátricos, recortan terapias psicológicas y dilatan procesos. El sistema, en lugar de contener el dolor, lo amplifica.
Lo más grave es el silencio oficial. Aunque el Ministerio de Salud asegura que la salud mental es prioridad, los presupuestos asignados siguen siendo mínimos. El Plan Nacional de Salud Mental está en marcha desde 2020, pero su implementación es débil, y su alcance no se siente en los territorios más afectados.
Y en medio de este caos, persiste el estigma. En muchas familias aún se cree que la depresión es una “falta de carácter”. En muchos colegios, se minimiza el sufrimiento emocional de los estudiantes. Y en la esfera pública, el tema solo se activa cuando hay una tragedia mediática, pero desaparece del radar en cuanto se enfría la coyuntura.
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Este Radar K no busca conmover. Busca incomodar. Porque mientras pedir ayuda siga siendo un privilegio, el país seguirá enterrando jóvenes, ignorando voces y normalizando un sistema que no escucha, no cuida y no entiende el dolor.
La salud mental no puede seguir siendo un discurso. Tiene que ser un derecho. Y como todo derecho, debe exigirse, garantizarse y defenderse. Porque aquí, cuando el sistema falla, no solo se pierde la fe. Se pierde la vida.