El carbón es una maldición a la que Amagá le ha dado la bienvenida por más de un siglo. Lo huele, lo menciona, lo busca, lo toca, lo pica, lo vende… sueña y muere por el carbón. Aunque el visitante desprevenido podría pensar que se trata de un municipio verde y cafetero como cualquiera del suroeste antioqueño, le bastaría con revisar las estadísticas de las funerarias y las camillas del hospital para darse cuenta de que Amagá es negra y se está muriendo.
Llegué un miércoles de febrero para hablar con la esposa del último minero muerto dentro de una mina, Gabriel Restrepo ‒fallecido por asfixia el primer fin de semana de este mes‒, pero la tragedia familiar parecía ser más un acto decorativo dentro de la rutina del pueblo que un acontecimiento digno de mención y homenajes. En las cantinas, las cafeterías, las callecitas de las veredas y en el atrio frente a la iglesia no hablaban más que de las cuatro minas que la alcadesa había sellado el día anterior, y de las otras seis a las que les anunció el cierre para mañana. Pero es un tema que esa misma noche ya estará agotado. Desde ya se sabe el final de la historia: sellar una mina ilegal en Amagá es más un acto politiquero del gobierno de turno que una decisión duradera –en especial en época de elecciones‒. De día la cierran y en la noche los mineros, con hambre, la vuelven a abrir.
“Es imposible que las cierren del todo porque acá vivimos del carbón”, me dice Omar Sierra, un ex minero de la zona que trata de explicar su condena. Impedir la entrada a una mina activa significa que diez, veinte o más personas ‒según el tamaño de la mina‒ se queden sin ingresos. Me cuenta, además, que las familias del pueblo sólo tienen dos formas de prosperar: la minería o la docencia. El pueblo no sólo está construido sobre peñas de carbón, sino que tiene la sede de la Normal Antioqueña en la que se preparan los profesores que salen para los demás municipios: “Aquí producimos carbón y maestros… ¡ah y muertos!”, dice Omar.
En la memoria de los amagaceños hay dos tragedias que han teñido de negro su pasado: en 1977, 86 hombres murieron bajo las peñas de la mina El Silencio y Villa Diana, y el año pasado, en la mina San Fernando, la más grande de la zona, 77 más perdieron la vida. Esos sin contar con el gotereo que cada mes se van sumando a las estadísticas fúnebres, tal como lo hizo Gabriel Restrepo hace algunos días.
Gabriel trabajó en la Mina “La Huyera”, durante la mayor parte de su vida. Fue allí donde se hizo minero y donde también sufrió una lesión en la columna. Desde hace más de quince años –antes de que la cerraran por mala administración‒ el médico le dio un ultimátum acerca de su incapacidad: “Prohibido trabajar dentro de las minas”. Pero Gabriel, a sus cuarenta años, no sabía hacer más nada. Durante un tiempo intentó como celador de una construcción del pueblo pero no aguantó. Estaba acostumbrado a la rutina del carbón y sin importar las advertencias del médico ‒en los pueblos mineros pocas veces importa‒ volvió al centro de la tierra y murió asfixiado.
Pero tanto su familia como sus amigos saben que ese es un final anunciado para todo hombre que trabaje con el carbón. No importa si es barretero ‒el que tumba el carbón de la montaña‒, piquetero ‒el que lo saca hasta el depósito‒, cochero ‒el que carga el coche con el mineral‒ o malacatero ‒el que hala y descarga el coche‒, cualquiera que esté involucrado en la cadena del mineral sabe que lo fácil es morir. Y eso –como me dicen varios mineros sentados en una de las tiendas de la plaza de mercado‒ hace que el corazón se les vuelva duro como roca.
“Yo he tenido compañeros que se me han muerto al lado, porque les cae una peña o porque ruedan por un pozo, y sé que no puedo hacer más que llamar para que lo recojan. No lloró y no me lamento. Sigo buscando carbón”, dice Oscar, con una frialdad que asusta. Y ese mismo desprendimiento por la vida lo noté cuando hablé con ellos sobre el trabajo de los niños dentro de las minas.
Me cuentan que mientras haya carbón, habrá menores que trabajan en las minas. No importan los golpes de pecho de las ONG ni los anuncios prohibitivos del gobierno. Es un círculo vicioso que comienza en la casa del papá minero cuando invita a su hijo de doce años a que le ayude a empacar el carbón en los costales. Una vez en la mina, el niño comienza a tener su propio dinero en el bolsillo y no hay vuelta atrás. ¿Para qué estudiar?, ¿para qué jugar? Cuatro años después, a los 16 ó 17, ganan doscientos mil pesos semanales: 50 para el papá, 30 para la mamá y el resto para él. ¿Qué hace un niño minero con 120 mil pesos en el bolsillo?: “se creen hombrecitos, se engorilan con cualquier chanda de vieja, la preñan y desde los 18 años ya tienen una obligación que los mete en este círculo vicioso”.
Luego, viene la constitución de la “república de los mineros”: los índices de drogadicción disparados, las mesas de las cantinas los domingos repletas de borrachos sostenidos por sus hijos y en la puerta, la mujer de turno. Llega el lunes y en la casa no hay más que arroz para toda la semana. El cigarro de la boca fue fiado, pero tranquilos, el viernes vuelven a pagar. La condena del carbón.
Y mientras todos estos mineros me cuentan en qué consiste su lamento, pasan por la mesa a saludar hombres con bastón, caminadores, muletas, pipetas de oxígeno y una historia en común: “son los muertos en vida”, me dice Darío Serna, un minero con ojos color miel, un problema lumbar y líder de la Asociación de Mineros de la Cuenca del Sinifaná (Asomisci). Todos esos hombres, continúa, trabajaron en minas –legales o ilegales‒, se lesionaron y ahora están en sus casas sin poder hacer nada. El panorama empeora. Según las estadísticas de la Asomisci, casi la mitad de los mineros sufren neuomoconosis, más conocida como la enfermedad del carbón, que no es otra cosa que la obstrucción de las paredes de los pulmones con el polvo negro del carbón. Empieza como una simple bronconeumonía, el médico receta antibióticos, pero los pulmones se siguen dañando hasta morir o depender de una pipeta. Todo esto sin hablar de la ceguera prematura que sufren los mineros que por años están metidos dentro de las montañas, con la luz de una vela o con pequeñas linternas amarradas al casco.
Darío me señala con una mano la montaña que tenemos al frente: “¿Ve todo eso? La ve verde, pero no se engañe, es negra. Es puro carbón. En estos momentos hay cientos de hombres por debajo ganándose lo de la semana”. O perdiendo la vida. Son huecos que hacen de manera improvisada y artesanal en cualquier parte, en la propia finca, en la del vecino o donde sospechen que pueden hacerse ricos por una semana. Huecos en los que, a veces, sólo cabe una persona acostada.
Todas esas minas son las que el gobierno planea cerrar antes de las elecciones regionales, pero nadie sabe cómo lo hará. ¿Quién tomará la decisión de dejar sin empleo a más de 3 mil personas? La población entera de dos veredas –Minas y Ferrería‒ vive de la minería ilegal ¿Qué otras opciones tienen? El Alcalde de Nechí, Miguel Franco, otro pueblo minero de Antioquia, ya se lo dijo al propio Ministro de Minas hace un mes: “Yo aquí no le cierro ni una Mina. Y despídame, métame a la cárcel, sancióneme, pero aquí no cierro porque muchos de estos mineros me eligieron y el único sustento de la región es ese”.
En Amagá ya empezaron a cerrar, pero los mineros son optimistas esta tarde. Ellos me dicen que es sólo cuestión de esperar a que pasen las elecciones para alcalde, que pueden cerrar hasta cuarenta minas, pero saben que a los dos meses se duplicarán. Están convencidos de que en este pueblo la muerte es un accesorio.

