El brindis del zar del cuero

Mié, 03/11/2010 - 19:01
Mario Hernández y Venezuela tienen muchas cosas en común. En el país del petróleo y el ron, la bebida nacional es el whisky, sobre todo Johnnie Walker –el más distribuido alrededor del mundo y
Mario Hernández y Venezuela tienen muchas cosas en común. En el país del petróleo y el ron, la bebida nacional es el whisky, sobre todo Johnnie Walker –el más distribuido alrededor del mundo y con ventas de al menos 120 millones de botellas al año–, al punto de que en las manifestaciones contra Chávez la oposición grita el lema de la marca, Keep Walking! A mediados de 2009, las oficinas de Diageo en Colombia –que tienen a su cargo marcas como Old Parr, Buchannan’s, Zacapa y Johnnie Walker– comenzaron a buscar a un personaje del país para ser la imagen de su campaña global Walk with Giants, en la que han participado figuras tan reconocidas como Ranulph Fiennes –el expedicionario vivo más importante del mundo–, el multimillonario Richard Branson, el piloto de carreras Lewis Hamilton y el diseñador Ozwald Boateng –que viste a Samuel L. Jackson, Mick Jagger y Will Smith–. En la lista de los candidatos colombianos para encarnar al caminante estaban personajes como Carlos Vives y Juan Pablo Montoya, pero la encuesta realizada arrojó el resultado de que Mario Hernández era el que mejor encajaba con el lema de la bebida preferida de los venezolanos. En Colombia Mario Hernández tiene reconocimiento. Su nombre es sinónimo de carteras con mariposas grabadas y, quizá, con uno que otro unicornio. Pero en Venezuela, no lo relacionan con animales. Allá es todo un rockstar : la gente le posa en fotos con él y le piden autógrafos en el catálogo de su marca, porque allá, en la República de Chávez, es el único país del planeta donde logra competir con el gigantesco monstruo del lujo en el mundo: Louis Viutton. Pero Mario Hernández no usa esta anécdota para alardear, sino a manera de chiste. Su éxito en Venezuela habla más del gusto de los venezolanos que de él mismo, aunque es más preciso decir que están hechos el uno para el otro. Para Mario Hernández el vecino país es tan importante que cuando las relaciones comerciales entre ambos estuvieron en peligro, él, como buen jugador de ajedrez, buscó cómo hacerle un enroque a Chávez –o una carambola, porque también fue jugador de billar– importando sus productos desde Brasil o Argentina. Al final no fue necesario hacer esa jugada, pero la investigación le sirvió para darse cuenta de que en ninguno de esos países existía ni la materia prima ni la mano de obra que le diera la talla a la que ha logrado en su fábrica de la Zona Industrial en Bogotá. Las coincidencias de Mario Hernández con Johnnie Walker son bastante curiosas y numerosas: aparte de que ambas marcas son exitosas en Venezuela, Mario Hernández y John Walker, fundadores de sus propias marcas, quedaron huérfanos a los catorce años. Ambos nacieron en regiones campesinas de esquinas diferentes del mundo, ambos se hicieron comerciantes desde muy jóvenes, ambos tuvieron percances que casi acaban con sus negocios –la tienda de John Walker se inundó, a Mario Hernández le robaron toda la fábrica una noche, maquinaria, materiales y hasta la pata de palo del vigilante– y ambos amasaron fortunas casi de la nada. Ninguno de los dos heredaron grandes emporios ni grandes marcas. Ambos se colaron sin apellidos ni grandes capitales en el mundo del lujo y lo hicieron por accidente: John Walker se dio cuenta en su tienda de la necesidad de mezclar single malts para ofrecer mejores bebidas a sus clientes, y Mario Hernández porque un amigo le vendió a plazos un local de productos en cuero. Es decir, pudo haberse convertido en el zar de la finca raíz, de los supermercados de barrio, de los bares de moda o los concesionarios de automóviles, todos negocios en los que incursionó, pero el que al final lo llevó a convertirse en un empresario con renombre fue el de la moda. Él dice que de haber sabido desde antes que el mundo del lujo era tan difícil, no se habría metido en él, pero como ya está en él debe seguir. Todo su aprendizaje lo hizo a punta de golpes: en la navidad de 1977 pasó de ser comerciante a fabricante porque un confeccionista le incumplió. Perdió la temporada de ventas más jugosa, la de fin de año, pero aprendió que no debía depender de nadie más si quería crecer. Con la quiebra de su tienda en Nueva York aprendió que las estaciones influyen en la moda y que no podía pretender vender todo el año productos sólo de color negro y café, además de que el nombre de su marca en ese entonces, Marroquinería, era difícil de pronunciar en otros idiomas. Y como todo hombre arriesgado, también se ha dejado llevar por su parecer aunque el mundo entero le diga que está loco, como los diseñadores italianos que le hicieron los cueros con mariposas estampadas, que se convirtieron en su producto de mayor recordación. Tampoco prometía ser una buena idea la que se le ocurrió caminando por Boca Ratón cuando vio en una galería la obra del artista William Debilzan y decidió poner sus pinturas en sus carteras. La colección resultó ser muy exitosa, tanto que los herederos de Frida Khalo lo buscaron para replicar el modelo con las pinturas de la artista mexicana. Ahora está trabajando en una línea de carteras llamada Tutina, en homenaje a la Primera Dama. Después de tantos aciertos que han salido de ideas descabelladas, ni siquiera sus hijos, que trabajan con él en la empresa y le dicen “don Mario”, se atreven a contradecirlo. Confían en su olfato tanto como en su capacidad de trabajo que, a sus 69 años, está intacta. Lo único que lo aqueja es una ligera cojera por un accidente que tuvo en una rodilla, y que salta a la vista cuando se levanta después de estar sentado por mucho tiempo. Pero al estar de pie durante un rato, desaparece por completo y sigue caminando.
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