
(Una travesía de sanación y sentido)
Hay heridas que no sangran, pero arden. Abusos emocionales, sexuales o psicológicos que ocurrieron en la niñez se convierten en sombras que nos acompañan en la adultez. No siempre se ven, pero aparecen en la manera en que confiamos —o no confiamos—, en los vínculos que elegimos, en los miedos que nos despiertan a medianoche.
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A veces creemos que el tiempo lo cura todo. Pero el trauma no obedece al calendario. El cuerpo recuerda lo que la mente intentó sepultar. Un gesto, una palabra, un silencio bastan para reabrir la herida. Y allí entendemos que sanar no significa olvidar, sino aprender a convivir con lo que ocurrió, hasta que la herida deja de gobernarnos.
El abuso emocional deja la voz interna del verdugo: “no vales, no puedes, no mereces”. El abuso sexual hiere la confianza básica, ese derecho natural a sentirnos seguros en la piel que habitamos.
En la adultez, las consecuencias se manifiestan en distintas formas:
- Una ansiedad que no encuentra reposo.
- Relaciones que repiten la misma dinámica de sometimiento.
- Una autoestima quebrada, como espejo roto.
- Una desconexión con el propio cuerpo, vivido como enemigo.
- Son cicatrices invisibles que condicionan nuestra manera de estar en el mundo.
El sentido como brújula existencial
Y, sin embargo, no todo termina ahí. Viktor Frankl lo expresó con lucidez: el ser humano puede soportar casi cualquier sufrimiento si descubre un sentido. Ese “para qué” no borra la injusticia del abuso, pero permite transformar la herida en un punto de partida.
Algunas personas encuentran sentido al convertirse en defensores de otros. Otras, al aprender a poner límites donde antes había silencio. Y otras, al descubrir una espiritualidad más profunda que las conecta con un amor mayor que su dolor. El sentido no justifica lo ocurrido; lo transfigura. La herida deja de ser condena para volverse semilla.
Caminos de sanación
Sanar un trauma es un viaje. A veces lento, otras veces inesperadamente luminoso. Algunas orientaciones ayudan en ese recorrido:
1. Nombrar la herida: El silencio protege al agresor y encadena a la víctima. Poner palabras libera. Decir “me pasó” abre la puerta al “puedo sanar”.
2. Abrirse al acompañamiento: Nadie cruza solo el desierto del trauma. Psicólogos, terapeutas, grupos de apoyo: cada mirada compasiva actúa como un oasis.
3. Reconectar con el cuerpo: El cuerpo fue escenario del dolor, pero también puede ser refugio de la recuperación: respiración, movimiento, descanso consciente.
4. Cultivar vínculos sanos: Reaprender la confianza no es fácil. Pero cada relación genuina, sin abuso ni manipulación, reeduca al corazón.
5. Dar un lugar al silencio y la espiritualidad: Oración, meditación, contemplación. Son espacios donde uno descubre que no es solo víctima, sino también alma invencible.
6. Narrar la historia propia: Escribir, pintar, cantar, hablar. Transformar el recuerdo en creación. Lo que antes fue prisión se convierte en relato de libertad.
7. Aceptar la lentitud: La sanación es un río que avanza a su ritmo. Forzarlo es inútil; acompañarlo con paciencia es sabiduría.
El poder de la epifanía en el trauma

Cada proceso de sanación está marcado por destellos de lucidez: las epifanías. Son instantes de revelación que rompen el ciclo del dolor. Al comprender de pronto “no fue mi culpa” o “mi vida no termina en esta herida”, la persona encuentra la punta de la cuerda que aprieta el nudo del trauma.
Esa claridad integra lo fragmentado —cuerpo, mente y espíritu—, redefine la identidad de víctima a sobreviviente y despierta la voluntad real de sanar. En muchos casos, incluso abre la puerta a lo trascendente: la certeza de que, pese al sufrimiento, la vida sigue teniendo sentido.
Quien fue abusado no está condenado a vivir como víctima perpetua. Existe un derecho a reinventarse, a decir: “No soy lo que me hicieron, soy lo que elijo ser a partir de ahora”.
La memoria permanece, pero deja de dictar sentencia. El dolor se integra en la biografía, y ya no es amo, sino maestro.
Epifanías del proceso de sanar
1. La herida es real, pero no es toda tu identidad.
2. El pasado no se borra, pero no tiene por qué gobernar el presente.
3. Tu valor no depende de lo que te hicieron, sino de lo que eliges hacer con ello.
4. Hablar del trauma no te debilita: te libera.
5. El amor propio es el lenguaje con el que se cierran las cicatrices.
Superar el trauma no significa volver a ser quien fuiste antes del dolor. Significa nacer de nuevo con otra profundidad, con una piel distinta, con una conciencia que abraza lo vivido y lo transforma.
El abuso intentó destruir tu confianza. Pero cada paso hacia tu sanación es una afirmación rotunda: “Estoy aquí, sigo vivo, y mi vida tiene sentido."