Ahora que el general Mario Montoya Uribe ha regresado al país de su clandestina embajada ya no como el héroe de mil batallas y exultantes condecoraciones del gobierno nacional y de uno que otro extranjero, para ponerse a órdenes de la justicia, llegan los recuerdos de un personaje que conocí de niño en las barriadas de nuestro natal Tuluá.
Siempre se ha dicho por parte de sus ocasionales biógrafos que Montoya Uribe Mario nació en Buga, la señora ciudad del negro Milagroso redentorista, pero seguramente lo disimuló muy bien porque cuando lo conocí en 1957 todos supimos que el imberbe muchachón venía de una familia de clase media de los contornos del barrio Popular de la Villa de Céspedes, alias Tuluá.
No creo que haya uno más ‘orejón’ que Montoya Uribe Mario. Así le llaman a los paisanos de Gustavo Álvarez.
Tal vez Mario quiso disimular durante esa época de pantalones cortos las risas que se soltaban por los paisanos del señor de los milagros a quienes consideraban o siguen considerando bobos y les atribuían un papayo en todo solar para amarrarlos de lo cual puede dar fe Ramiro Bejarano Guzmán, ilustre nativo de ese feudo o su tío ‘El Loco’ que se hizo famoso por su exquisita pluma en los periódicos vallecaucanos, uno de esos mismos que ahora censura a su pariente.
Montoya era común y corriente. Comenzamos el primero de primaria en la vieja escuela Juan María Céspedes, ubicada en todo el centro de la ciudad de Gardeazábal, Asprilla y Poncho Rentería, de la mano de Alonso Izquierdo Arce, un educador de saco negro y corbata a medio pecho al calor de los 40 grados centígrados de la canícula tulueña.
Allí aprendimos las primeras letras y nos estuvimos cinco años ayudados por Gumersindo Vallecilla un profesor de bicicleta Phillips que nos contaba largas historias de liberales y conservadores.
Cuando los colombianos en un acto civil de protesta por la dictadura decidieron tumbar a Gustavo Rojas Pinilla, salimos Montoya y yo con escasos siete años a sumar la horda de manifestantes sin saber qué ocurría pero aupados por los malquerientes del teniente general.
Por efectos de militarísimo orden alfabético tuve que aguantar a Montoya Uribe con paciencia franciscana durante los cinco años de primaria y los seis de bachillerato a mi lado, pupitre con pupitre y me enseñé a apreciarlo por su manera de ser. Siempre se apartó de la disciplina pues era el díscolo compañero que años después tendría la misma como una religión y base de su formación castrense que le permitió el respeto general de todo los colombianos.
Sus hermanas educadoras, entre ellas Teresita, nos ayudaba en las tareas mientras le robábamos los pandeyucas que compraba en la tarde para el desayuno mañanero del día siguiente.
Pasamos al bachillerato en 1963 en el gran Gimnasio del Pacífico, un colegio público y revolucionario hasta los tuétanos y allí de nuevo en estricto orden alfabético Montoya y Montalvo juntos otra vez.
El hoy general en uso de retiro afinó su comportamiento subversivo en contra de los rigurosos mandos de don Arturo Cruz Aparicio, rector del claustro, un hombretón de uno noventa de estatura, casado con francesa y propietario de una rigurosidad sin par que nos causaba asombro pero nos tentaba a retarlo con nuestras fechorías.
Estuvimos en todos los paros, porque los taxistas tal cual, los carniceros allá, los vendedores ambulantes acullá, en fin los protestantes del gimnasio se hacían presentes en toda pelotera .Y ahí estaba firme Montoya.
Pero sin ninguna duda entre 120 estudiantes de los tres sextos, como se le llamaba entonces, Mario era general de cinco soles en guachafita. Tenía una especial destreza con la tiza para colocarla en la espalda del pobre profesor Hamman de español y literatura con una puntería que le sirvió después para el polígono en la escuela militar.
Nadie pudo que el hoy general en su laberinto se pusiese la pantaloneta en la clase de educación física donde el profesor “cuato” nos convocaba al fútbol. Mario perdía mes tras mes esa asignatura la que debió ganar con honores en su paso por el ejército colombiano. Para enmendar su negación de futbolista como comandante general del ejército volvió a Tuluá y con sus soldados regaló a su barrio Popular una inmensa cancha de balompié, la mejor del entorno, para dejar como prenda y testimonio el arrepentimiento de haber desdeñado del mejor espectáculo del mundo.
Quienes conocimos desde entonces a Mario Montoya nunca nos imaginamos verlo años después como el héroe del rescate de la comuna trece de Medellín, o al milimétrico oficial campeón de la operación Jaque y menos al hoy encartado oficial que deberá responder, como lo está haciendo y en defensa de su decoro, ante la fiscalía por supuestas violaciones a le ley.
Montoya Uribe se defiende, el país le debe mucho, pero en rigor de ciudadano deberá demostrar su inocencia la que estará con él mientras no se demuestre lo contrario.
Ya los titulares y los destellos de las luces y las cámaras no son del héroe corajudo sino del general indiciado. Esa es la vida.