En su adolescencia, a Mónica de Greiff le gustaba pintarse la uñas y jugar solitario. Eso recuerdan sus amigas del colegio Marymount de las tardes que pasaron en su casa estilo inglés en el norte de Bogotá. Ese era el punto de encuentro obligado. A las amigas les gustaba ir porque sus papás, Gustavo de Greiff e Inés Lindo, permitían cosas que otros papás no se atrevían, como prestarles el carro a sus novios para que llevaran a las niñas a pasear, o a las fiestas de quince años con orquestas populares de la época.
Mónica de Greiff es la mayor de cinco hermanos, y desde pequeña ha tenido una gran cercanía con su papá, el ex fiscal Gustavo De Greiff. Recuerda que uno de los primeros regalos que él le dio fue la colección de libros de Agatha Christie y, desde entonces, comparten el gusto por la lectura, en especial por la novela latinoamericana y los temas de Derecho. Pero su gusto por la literatura no sólo viene de él. El excéntrico poeta León de Greiff era su tío abuelo y, aunque de niña lo vio muy pocas veces, el gusto por las letras lo lleva en los genes. Una familia de paseos y tardes de tenis y natación en el Country Club de Bogotá.
Mónica De Greiff se ve todos los días con su papá, el ex fiscal Gustavo de Greiff.
La presidenta del Grupo de Energía de Bogotá se ve todos los días con su papá. Son vecinos de apartamento y no hay decisión jurídica que no le consulte. A mediados de los noventa, cuando el ex fiscal fue nombrado Embajador en México, Mónica procuraba visitarlo cada dos meses. Uno de sus primeros trabajos que tuvo fue el de monitora en su clase de Introducción al Derecho en la Universidad del Rosario, cuando Germán Vargas Lleras comenzaba su carrera. Le ayudaba a calificar los exámenes. “Parecía una institutriz alemana”, dice uno de sus ex alumnos.
Mónica y su hermana Natalia llegaron al Marymount en segundo de bachillerato. Venían del Saint George y entraron al mismo curso. A ellas no las recogía la ruta porque iban al colegio en carro con chofer. A pesar de los lujos y comodidades nunca se sintieron más que las demás. Todo lo contrario. Según María Ángela Zárate, una de sus mejores amigas de infancia, si por algo se caracteriza Mónica es por tener un gran corazón. Recuerda que su amistad comenzó durante un recreo en el que Mónica y Natalia la vieron llorar y se acercaron a consolarla.
Mónica De Greiff fue ministra de justicia en medio de las amenazas de Pablo Escobar.
Aunque parece una mujer dura, quienes han trabajado para ella coinciden con su amiga de colegio. No es la clase de jefe que guarda distancia. Es una especie de “mamá gallina”, que siempre está pendiente de todos sus empleados. “Tiene un corazón enorme”, dice uno de sus ex compañeros de trabajo, y luego cuenta que lo reconfirmó hace alrededor de cinco años, cuando llevó a trabajar a su casa a una antigua secretaria del Ministerio del Interior que la llamó a pedirle trabajo porque estaba en mala situación. Mónica no tenía donde ubicarla y no fue capaz de decirle que no. Entonces, por tres meses contestó el teléfono en la casa Palai-De Greiff.
Hace unos años, cuando la ex concejal Ángela Benedetti terminó su relación con el abogado Jaime Lombana, Mónica la acogió en su casa con su hijo, mientras se recuperaba del golpe.
No la desvelan las apariencias ni estar a la última moda. Es tan descomplicada que al mes de haberse posesionado como Ministra de Justicia, durante el gobierno de Virgilio Barco, confesó durante una entrevista que para las fotos le había pedido la foto prestada a sus amigas, porque en su clóset no tenía atuendos de ministra. Ahora, esto no quiere decir que le disguste el tema. Dicen sus amigos que las pañoletas y las carteras son su gran debilidad.
Mónica tenía 32 años cuando asumió uno de los puestos más peligrosos de Colombia. Ella era la octava persona en ocupar el Ministerio en tres años. Pocos días antes de su posesión, habían asesinado a Luis Carlos Galán. La amenaza de Pablo Escobar y los narcos que se oponían a la extradición recorría los rincones del país. Mónica, con un niño de tres años, tuvo el temple para firmar el tratado de extradición a Estados Unidos. A los pocos días de estar en el cargo le llegó a su oficina una amenaza directa. Decía: “Definitivamente, usted será la próxima”. Pensó en su hijo Miguel José y en su esposo, el publicista argentino Miguel Palai. Redactó entonces una carta de renuncia que nunca le entregó al presidente Barco. Viajó a Washington a cumplir compromisos y con esto espantó el miedo por unos días.
En Estados Unidos fue recibida bajo extremas medidas de seguridad. En una rueda de prensa dijo tajante y en un inglés perfecto: “No renunciaré, a pesar de las amenazas contra mí y contra mi hijo”. El asombro fue general, y cayó sobre ella un aura de heroína.
A los pocos días de regresar a Colombia, el presidente Barco, quien tenía que hacer un viaje urgente a Estados Unidos, la nombró Embajadora en Portugal sin consultarle. Ese acto no le gustó para nada, porque el nombramiento en el cargo diplomático acrecentaba los rumores de que el Presidente no quería que ella asumiera como Ministra Delegataria en su ausencia. No aceptó la Embajada y pasó su carta de renuncia. Pocos saben que en esa oportunidad hubo dos cartas de renuncia. La primera, según personas cercanas al Gobierno de Barco, se la hicieron cambiar porque su contenido era muy fuerte y podía generar una crisis ministerial. La nueva carta, la suavizada, fue la que se conoció públicamente. Muchos años después, ella misma confesó que fue el Presidente quien la obligó a dimitir de su cargo.
Por esa época, Mónica ya era muy amiga de Ernesto Samper. Se conocieron a principios de la década de 1980, cuando ella era Secretaria General de la Fiduciaria Colmena y él Presidente de la Asociación Nacional de Instituciones Financieras. Desde entonces se convirtió en una especie de protegida del ex presidente. Con él habla todas las semanas y almuerzan en el restaurante Albalonga una vez al mes. Allá siempre pide sopa de tomate. Cuentan sus allegados que es una persona a la que le gusta comer bien. Una lasaña en un buen restaurante, acompañada por una copa de vino tinto, es un gusto que no se perdona.
Conoció a su esposo en los años ochenta mientras trabajaba en la productora Casablanca, propiedad de Felipe López. Miguel trabajaba en Esfera, una agencia de publicidad a donde Mónica llegó con Sergio Cabrera para presentar unos proyectos. Tenía 27 años. Se casó al poco tiempo en una ceremonia en la iglesia de la familia Kling, en el barrio Rosales, en Bogotá.
22 años después de convertirse en la primera mujer en ocupar el Ministerio de Justicia en Colombia, Mónica repite hazaña. Hace poco más de un mes fue designada por el Secretario General de las Naciones Unidas, Ban Ki-moon, como uno de los miembros de la junta directiva del Pacto Global. No sólo es la única mujer que ha llegado a la junta, sino el tercer representante latinoamericano en hacerlo.
A pesar de los diferentes cargos que ocupa, su vida es la misma. Aún divide su tiempo entre sus amigos, las charlas con su papá, los paseos a su casa en Peñalisa con su esposo y los viajes a Bélgica a visitar a su hijo, Miguel José, quien hace un master en filosofía. “El poder es algo pasajero”, dice por teléfono mientras se dirige al aeropuerto a tomar un avión que la llevará de vacaciones.



