Escrito por Sandro Romero Rey
Rasguño las piedras
El 29 de octubre de 1989 fui por primera vez a un concierto de los Rolling Stones, en el desaparecido Shea Stadium de New York. Luego de la llamada “tercera guerra mundial” entre Mick Jagger y Keith Richards, la banda de rock and roll más grande del mundo, tras 3 años de aislamiento casi total, decidió unirse de nuevo para lanzar el álbum
Steel Wheels y zambullirse en un inmenso tour con el mismo nombre, donde todos los enterradores tuvieron que tragarse sus obituarios. Yo ya estaba viejo. Tenía 30 años. Porque, en aquel tiempo, el rock blanco aún era sinónimo de juventud. Sin embargo, en ese momento, Jagger y Richards tenía cada uno 46 veranos bien cumplidos, Ron Wood 42, Charlie Watts 48 y el bajista Bil Wyman, quién lo creyera, atravesaba los 53 años de edad (la misma edad que tengo yo ahora, 23 años después). Los humoristas de ese entonces los llamaban “los Rolling Bones” (los huesos rodantes) y, en una caricatura, indicaban el camino hacia el escenario con una ofensiva silla de ruedas.
El público del Shea Stadium estaba compuesto por tres generaciones: los que vieron a la banda junto al desaparecido Brian Jones en los 60; sus hijos (es decir, nosotros, yo); y pequeños fanáticos imberbes que no alcanzaban los doce años de edad. Había que ir a ver a los Stones porque se trataba de “la última vez”, como rezaba el título de una de sus famosas canciones del álbum
Out Of Our Heads. Pero 2 horas y media después, tras 25 canciones de fuego, los Rolling demostraron que no se iban a morir tan pronto. 61 conciertos, tan sólo en 1989 (en total, en un año, el tour se extendió a 115 conciertos en Norteamérica, Japón y Europa), indicaron que la furia del rock and roll no era un asunto exclusivo de los adolescentes. Al contrario, pareciera como si la energía de los años ayudase a mantener la maquinaria artística, financiera y logística en todo su esplendor. Yo me sentí más que satisfecho y pensé, iluso que es uno, que ya podía morirme tranquilo: ya había visto a los Stones. Si entre la anterior gira de la banda y el
Steel Wheels Tour habían pasado 7 años, ¿quién iba a imaginar que los Rolling repetirían la hazaña?
Dos de los más de 40 álbumes de los Rolling Stones.
Regresé a Colombia y escribí mi primer (mas no el último) textículo sobre la experiencia de llorar a los Stones en concierto. Lo publiqué en el desaparecido Magazine Dominical del diario El Espectador de Bogotá, con un pomposo título: “¡La felicidad existe!”. ¿Ya había saciado mi curiosidad? Para nada. Apenas comenzaba. Tan sólo dos años después, en 1991, repetiría una experiencia similar al ver, por primera vez, un concierto de rock en el sistema IMAX en la sala de proyecciones de La Géode en París. El film, mucho más grande que los mismos Rolling Stones, se llamaba
Rolling Stones At The Max y reproducía con un sonido y una imagen de ciencia ficción lo que antaño había visto en la distancia de las tribunas del Shea Stadium. Mi adicción era un hecho. ¿Hasta cuándo?, me preguntaban los recién llegados. Hasta siempre, gritábamos los que habíamos nacido tarde. Sí, había nacido tarde para los Stones pues, cuando los descubrí, en 1970, ya habían pasado los primeros 7 años gloriosos con Brian Jones cuando, al grito de “
What a drag it is getting old!” (
“¡qué jartera volverse viejo!”), se habían convertido en los modelos juveniles más apetecidos del mundo anglosajón y algunos alrededores. Para mí, sin embargo, como para muchos, los Stones no eran un ejemplo de insana juventud sino la mejor forma de volverse grande. Recuerdo muy bien las paredes de mi cuarto en Cali, la ciudad donde nací, con fotos y afiches, cuando aún no había cambiado de voz ni tenía pelos en la lengua. Los Stones, Led Zeppelin, The Who, Pink Floyd. Todos conformaban un paisaje de jóvenes adultos demasiado hermoso como para dejarlo pasar por alto.
Adicto
Conocí la gesta stoniana de los años setenta, la dura gesta de los gloriosos, gozosos, dolosos álbumes
Sticky Fingers,
Exile On Main St.,
Goad Head Soup,
It’s Only R. & R.,
Black & Blue o
Some Girls como si fuera un lejano film de ciencia ficción. En aquel tiempo, ni el cine ni la televisión ayudaban. Los Rolling Stones eran unos temibles fantasmas que producían las mejores emociones que cabían en mi cerebelo, pero no podía calcularlos. Sabía que andaban por allí, demasiado inmensos, pero como si habitaran a 2000 años luz de casa. Aprendí a carraspear la lengua inglesa para tratar de atrapar lo que decían sus letras pero, para ser sincero, poco me interesaban sus palabras. Con las notas encantadas de sus instrumentos me bastaba y me sobraba. Aunque cuando supe que “Tumbling Dice” era un golpe de dados que jamás aboliría mi azar o que debería raspar la mierda de mis zapatos para poder llegar a “Sweet Virginia”, me sentí pleno. “Ah”, me dije. “Y además son poetas”. Así que tomé una decisión inquebrantable: debería amar para siempre a los Rolling Stones. Podría aprender todo lo que más pudiese sobre ellos, sin ninguna obligación, en mis ratos libres, aullándole a la luna. O convirtiendo, tal vez, mis ratos libres en inmensas lagunas de Piedra. Ya nada me importaba. Cada cierto tiempo aparecían los viejos muchachos, en los amaneceres demacrados de mi juventud. Y los recibía con un abrazo de los grandes, aplaudiendo las carátulas de
Emotional Rescue, de
Tattoo You, de
Undercover, del olvidado
Dirty Work, como si me las hubiesen compuesto para mí solo. Qué tristes eran las ilusiones del trópico.
Pero llegaron las imágenes: primero en el cine, luego en la televisión, después en Betamax, en VHS, en DVD, en Blu-Ray. Y allí se instaló el problema. Los hermosos jovencitos que meneaban sus melenas en el Ed Sullivan Show de 1965 también eran los arrugados habitantes de la quinta década del
Voodoo Lounge. A algunos les parecía terrible. Elton John, por ejemplo, consideraba vergonzoso que su contemporáneo Keith Richards se pavoneara con un abrigo de leopardo sobre los escenarios como si aún tuviese 18 años. Liam Gallagher, el hermoso y odioso cantante de Oasis, escupió sobre la memoria de los Stones porque, según él, ya no estaban en edad de ser estrellas del rock. Sin embargo, el oasis se secó y las piedras siguieron rodando. Por mi parte, nunca me han preocupado estos asuntos de la mayoría o la minoría de edad. Al contrario, siempre he visto a las estrellas del rock and roll, no como mis contemporáneos, sino como mis insolentes tutores. De hecho, creo que los músicos envejecen mucho mejor que el resto de los mortales. Bástenos con mirar la imponencia de David Gilmour en el nuevo milenio, la hermosura de mafioso filósofo que sostiene a Leonard Cohen, la lenta hiperkinesia de Bob Dylan a sus setenta años, en fin, la sabiduría de Robert Plant o la sordera sagrada de Pete Townshend, portando con orgullo el micrófono o el instrumento. No, no hay por qué arrepentirse.
Cuando los Stones saltan al escenario vuelven a ser vitales como hace 40 años.
Hoy por hoy, se construyen todo tipo de lugares comunes con respecto a los músicos del rock y del blues que han muerto a los 27 años. De Robert Johnson a Amy Winehouse se ha fabricado una lista para tranquilizar a los periodistas apresurados y para llenar de información a los obsesionados con la estadística. Que sigan adelante. De coincidencias está hecho el cruce de caminos que conduce al infierno. Por mi parte, también me conmuevo con los que siguieron adelante, con el mismo entusiasmo con el que escucho a los que se quedaron felices en la mitad de la nada. Así que he seguido mi camino por las viejas rutas de los rockeros podridos: amo la tos de Tom Waits a las cuatro de la madrugada, adoro el chillido de la guitarra de Neil Young cuando decide despertarse, beso los pies de Patti Smith cuando está orinando frente al río, toco la flauta de Ian Anderson que descubrió hace años que estaba demasiado viejo para el rocanrol, aunque demasiado joven para morir. Sí. Me encanta la antesala a la tumba de las guitarras eléctricas. Y cada cierto tiempo, cada vez que la vida se me torna gris o previsible, cada vez que tengo que soplar una vela nueva en la mohosa torta de mi cumpleaños, se aparecen los Rolling Stones con risas nuevas. Y la vida me empuja sin vergüenza al sano abismo.
Así que volvamos a las evocaciones. El 7 de diciembre de 1992 me quedé solo en París. No estaba triste. En París nunca se está triste. Y mucho menos si uno sabe que Keith Richards & The X-Pensive Winos se presentaban en Le Zénith. Allá estuve. Y no quería pedirle nada más a la vida. ¿Saludar a Keith Richards? ¿Para qué? Él ya me lo había dado todo. No necesitamos hablar con los ídolos. Algunos meses atrás, había visto, en el New Morning parisino, al silencioso Mick Taylor, en pantuflas, tocando viejos clásicos del blues. La gente le pedía, arrogante,
“Jumpin’ Jack Flash, Mick!”, “Can’t You Hear Me Knocking, Mick!”, pero él, naranjas, con los Rolling Stones no se metió. Porque haber sido guitarrista de la banda entre 1969 y 1974 le había representado un “misión cumplida” tatuado en la frente. Máximo, el hombrecito se lanzaba con un “Stop Breakin’ Down” (antiguo blues consignado en el
Exile On Main St. del 72), porque los temas de los viejos maestros llevan siempre la patente del corso. Pero me pierdo entre datos y recuerdos. Cómo nos gusta la
trivia a los desadaptados. ¿A dónde quiero llegar? Al lugar donde la dicha no se acaba nunca. Y mis pasos han seguido, entre tumbos y retumbos, acompañado de la feliz chochera de aplaudir a los Stones. Es un capricho asumido. Así lo mantuve a comienzos de los 90, cuando quizás pensaba que la banda había muerto; así lo sostuve cuando Mick Jagger publicó su excelente tercer álbum en solitario titulado
Wandering Spirit; así lo retuve, en fin, con el
Main Offender de Keith Richards, con los profundos homenajes de Charlie Watts a Charlie Parker, con la felicidad de pájaro loco de Ron Wood, con todos los discos que ha publicado Bill Wyman con los Rhythms Kings, una vez que se hubo retirado del yugo de ser un Rolling Stone. (
Nota bene: si alguno de los pacientes lectores viaja a Londres, le recomiendo que vaya al
Sticky Fingers, el restaurante que montó el bajista a pocos pasos de Holland Park, donde uno se mete en el disneylandia de las Piedras Rodantes y de allí no te sacan sino con la policía.) Sí. Aplausos y ovaciones. La vida de un espectador curioso puede terminar en la ruina.
Polvo y piedra
En 1994, resucitaron los Rolling Stones, convertidos, por siempre y para siempre, en el ave fénix del pop. Nuevo tour de dimensiones suicidas. Había que inventarse la forma de volver a verlos. ¿Qué hacer? Mi amigo Carlos Palau necesitaba de un guionista. Me ofrecí sin problemas a colaborar en la escritura de su segundo largometraje, siempre y cuando me pagase con un viaje a ver a los Stones en el Giants Stadium, a las afueras de NYC. Así lo hicimos. El
Voodoo Lounge Tour fue majestuoso. Tanto, que me escapé de Palau para repetir la experiencia sin contarle. Él, por su parte, hizo lo mismo. Doblete stoniano. Cinco horas de felicidad. A partir de ese momento, sabía que no debería perderme los conciertos de la banda de mis tormentos. No debería pensar en que se trataba de “el último” sino de “el próximo”. Año tras año, mis fuerzas se fueron venciendo, porque no tuve un padre profesor de gimnasia, como sí lo tuvo Mick Jagger (o Mick
Jogging, como lo llama su enemigo íntimo Keith Richards). Pero cada vez que tomaba impulso, terminaba llegando al corazón mismo de las piedras. Cuatro años después del
Vodoo Lounge Tour, Francia fue sede del Mundial de Fútbol de 1998. Vi perder a la Selección Colombia en Lyon contra Rumania. En las tribunas del estadio de Lens, Mick Jagger gritaba los dos goles que la Selección de Inglaterra le clavó por la espalda a la Selección de mi patria. Cuando terminó el mundial, Los Stones inauguraron para el mundo del rock el estadio de Saint Denis, al norte de París. Allá los perseguí. Esta vez, con una resaca de malos vinos, me mantuve fiel a mis principios y me hinqué de rodillas ante los artificios del
Bridges To Babylon Tour, con su “Satisfaction” interestelar y su “Anybody Seen My Baby?” tan lleno de Angelina Jolie y de William Burroughs.
En 1962, en el Marquee Club de Londres, los Rolling Stones hicieron su debut.
En fin. La caravana no se detuvo. En el año 2003, cuando la banda hubo cumplido sus primeros cuarenta años, viajé, como los musulmanes viajan a La Meca, a la cita con el
Licks Tour en Barcelona, acompañado de la sacerdotisa Vivian Newman y de un ejército de ángeles que revolotearon sobre nuestras cabezas. ¿Con qué canción empezaron? ¿Con qué canción terminaron? Ya no es difícil saberlo. Ahora existe Internet. Y ahora existen las cajas de cuatro DVDs que nos lamen la memoria por si de repente algo se nos ha escapado. ¿Pero cómo se nos puede olvidar esa versión prodigiosa de “Brown Sugar” que rompió el cielo del verano el 29 de junio del tercer año del nuevo milenio?
“Hola, Barcelona, bona nit, sou de puta mare”, dijo Mick Jagger en impecable catalán porque, como se sabe, el cantante piensa y sueña en todos los idiomas. A los amores hay que hablarles en su propia lengua. Después de 19 canciones salí, salimos, con las piedras girando en nuestros cráneos como las maracas del paleolítico. Algo me decía que nunca más iba a ver a los Stones en vivo. Pero nunca digas de esa agua no beberé, porque después de la tempestad nunca viene la calma sino un bote salvavidas. El hecho es que dejé pasar los años y seguí viajando y seguí esperando con paciencia a que los Rolling Stones se inflaran de nuevo, para poder pasar con ellos de aquí a la eternidad. En el año 2006, en el feliz verano de febrero, mi amiga Adriana Cantor me invitó con todos los gastos pagos a que la acompañara al Estadio de River, para el
A Bigger Bang Tour, parada Buenos Aires. Yo ya sabía lo que eran esos trotes suramericanos con los Rolling Stones. Había visto la transmisión en directo, desde el Estadio Marcaná en Rio de Janeiro, en 1995. Sabía que los Stones paralizaban Argentina cada vez que la visitaban y la Guerra de las Malvinas era un pesebre al lado de lo que producían “los Rolling” en sus estadios sagrados. Para completar, ya nos habían llegado las noticias del record mundial batido por la banda en las playas de Copacabana con un concierto gratuito que reunió a un millón y medio de espectadores. ¿Nos lo perdimos? No, nos lo hemos perdido. Allí está la experiencia en una de las cajas del
Biggest Bang, hermosa colección de 4 discos más, para que la adicción no se agote.
Poco a poco, el pelo se me ha caído sin contemplaciones. Algunos jóvenes me miran con pesar, otros me insultan. Soy un viejo precoz. Pero los Rolling Stones me protegen. El 12 de julio de 2012, según cuenta la leyenda, la banda cumple 50 años de vida, si nos atenemos a que fue la primera noche en la que tocaron Mick Jagger, Keith Richards y Brian Jones bajo el nombre de
Rollin’ Stones (acompañados del bajista Dick Taylor y del baterista Mick Avory: Charlie Watts estaba en medio del público…) en el Marquee Club londinense, haciéndole un homenaje onomástico al querido maestro Muddy Waters. Pero los viejos muchachos no son muy dados a las evocaciones.
“I always hate nostalgia / living in the past…” canta Jagger en uno de los temas de su cuarto álbum en solitario. Es posible. Aunque uno no sabe qué quiere decir “nostalgia” en el aceleradísimo vocabulario del vocalista de la banda. Hoy, en este nuevo milenio que ni los Rolling Stones ni nadie pensábamos sobrevivir, seguimos escuchando los sonidos de sus álbumes, las imágenes de sus discos y la reproducción feliz de sus mejores secretos guardados (¡Ah, el nuevo
Exile On Main St.! ¡Ah, el nuevo
Some Girls! ¡Ah, la película
Shine A Light de Martin Scorsese!). Leemos los libros sobre los Stones (en mi casa ya supero los cincuenta… y aún no me han botado) y celebramos que Keith Richards haya aprendido a escribir ad portas de los 70 años un libro tan grandioso como su
Life.
Por mi parte, ya he publicado 4 libros donde los Stones son protagonistas. No sabemos, o no sé, a ciencia cierta, a dónde nos va a llevar esta fascinación desquiciada. Dicen los que saben que el caballero Alonso Quijano enloqueció tras leerse todos los libros de caballería que se le cruzaron por el camino. Pero enloqueció feliz. Por mi parte, es cierto que he envejecido al son de una música que sólo deberían merecer los más jóvenes y los más hermosos del reino. No sé si me quede tiempo para enloquecer. Quizás ya es demasiado tarde. Pero lo que sí sé es que los Rolling Stones han envejecido como Benjamin Button: Mick Jagger y Keith Richards cumplen pronto sus 69 años: y ya se sabe cuántas pompas salen de un número 69. Este único viaje a la semilla es un canto del cisne que se asemeja sin vergüenzas a la gesta del patito feo. Todos fuimos un poco los pajarracos aulladores que vimos cómo se levantó por los aires el pterodáctilo y, mientras el mundo se acababa, él sacaba su lengua de fuego para convertir su propia muerte en la canción pirata del primer disco del Espíritu Santo.
Dicen los oráculos que, en el 2013, habrá nuevos conciertos de los Rolling Stones. Yo ya compré mis boletas. Y todavía no han empezado a venderlas.