Cuando su esposo la puso a escoger entre los difuntos y él, ella respondió: “Me quedo con mis muerticos, pues lo que tú me das me lo da cualquier hombre, mientras que lo que ellos me dan no lo encuentro en nadie más”. Sonia Bermúdez estaba decidida en ese momento, como lo ha estado desde hace 36 años, a entregarle su vida a los que nacieron con un nombre y lo perdieron al morir: los nomen necio, NN, o cuerpos sin identificar.
En Riohacha, Guajira, todos la conocen. Cómo no. Es la única persona que se ha atrevido a adoptar los cuerpos destinados a fosas comunes, a la práctica de estudiantes de medicina, al olvido. Y adoptarlos significa transportarlos desde la morgue hasta el cementerio, armar baúles con madera que consigue a bajo precio, echar pala y azadón, edificar bóvedas con cemento donado y tallar con una roca alguna palabra o número que identifique al ‘huésped’, llevarles flores y agua, encender velas y hasta acampar a su lado el día de los muertos.
Parece no alarmarle el hecho de que no sea suyo el terreno de seis hectáreas que desde hace 17 años funciona como el cementerio Gente como uno. Al menos no en lo legal. Lo invadió algún día porque se cansó de pelear con la curia que manejaba el cementerio municipal para poder enterrar a sus “muerticos”, como los llama. Ahora su supuesto dueño reclama una indemnización cercana a los 400 millones de pesos. “Pero es más difícil desplazar a los muertos que a los vivos”, asegura.
Sonia Bermúdez tiene 56 años. Su piel es oscura y en el cabello no se le ve una sola cana. A cada rato exhibe sus dientes grandes, cuadrados, sobre todo si habla de las cosas que ha tenido que hacer por sus muertos. Usa maquillaje, se pone zapatos altos cuando no está en el cementerio, cuida su dieta. Es vanidosa y a la vez sencilla. Se volvió a enamorar de alguien más joven, pero prefiere no hablar de eso. Sólo dice que siempre tendrán prioridad sus “hijos” adoptivos.
Realiza necropsias desde hace cuarenta años como técnico asistente forense del Instituto Nacional de Medicina Legal. Recién ejercía su profesión, según cuenta, rara vez llegaba un NN a la morgue, hasta que vino la época de la bonanza marimbera en los inicios de los años setenta, cuando la mafia estadounidense modernizó los cultivos y el negocio de la marihuana en Magdalena, Cesar y Guajira, desatando no sólo una oleada de delincuencia y de muertos de los que nadie quería saber. Nadie, excepto Sonia.
“Me parecía inhumano que enterraran en fosas comunes a alguien que debía tener a su familia en algún lugar del mundo, alguien que se merece una sepultura digna”. Así empezó su primera invasión: el cementerio de Riohacha. Convencía a los conductores de las funerarias para que transportaran los cuerpos, buscaba que alguien le regalara madera para hacer los ataúdes y luego, con un poco más de recursos, los compraba en las fábricas para tener un buen descuento. Sus hijos mayores le ayudaban a echar pala, los menores jugaban a las escondidas en los cofres mortuorios.
De cada NN guardaba una pertenencia, como una última esperanza de que algún día su familia diga “sí, esto era de él”, y descanse, por fin, del infierno de tener a un ser querido desaparecido. Y ha funcionado varias veces. Uno de los casos fue el de un joven que portaba un rosario, que si bien no lo salvó de la guadaña, sirvió para que su papá lo identificara.
“El cura me molestaba mucho y no me importaba. Como fuera yo iba a enterrar a mis muerticos. Pero me llegó a botar varios restos”, explica la mujer. Entonces, a inicios de 1990, invadió un terreno ubicado sobre el kilómetro 14 en la vía que conduce de Riohacha a Valledupar. Borrón y cuenta nueva.
Esta vez no fueron sólo fosas, también se animó a construir con sus cuatro hijos varones ‒de un total de siete‒ un bloque de bóvedas con cemento donado y plata prestada para el resto de materiales. Y no sólo volvió a acoger a los NN, sino a los habitantes de la calle y familias de bajos recursos.
A los indigentes los recoge la fundación, mientras que los nomen necio sólo pueden ser inhumados cuando lo autoriza Medicina Legal. Luego la Fiscalía lleva su registro ‒fotografía, evidencias y carta dental‒ donde sea que vayan a parar. No son tantos como se cree, porque el instituto se vale de técnicas de odontología, genética y medicina forense, necrodactiloscopia, fotografías, videos y descripciones detalladas para la identificación.
Ahora la fundación Gente como uno tiene 64 tumbas. 22 pertenecen a cuerpos sin identificar. Con más de tres décadas como sepulturera, Sonia afirma que la cifra no es más alta porque varios restos se quedaron en el cementerio municipal y otros más han regresado a sus familias. De hecho, en 2009 la Fiscalía entregó a siete víctimas de “falsos positivos” de Tierra Alta, Córdoba, que fueron a parar a Medicina Legal de Riohacha y, por ende, a las manos de Sonia. Volvieron a tener un nombre.
A lo lejos es difícil reconocer que este es un cementerio. Nada de esculturas de ángeles triunfantes, de cruces elevadas. Ni una pieza de mármol o de cualquier otro lujo para la otra vida. No hay tampoco una cerca para delimitar terreno o alejar a los saqueadores de tumbas, si es que los hay. Pero sí se nota que todo ha sido hecho con estrechez y con gran cariño. Se nota en la tierra removida, el nuevo bloque de bóvedas de color cemento, la letra temblorosa que le da personalidad a cada sepulcro, las flores y el agua que Sonia Bermúdez les regala a sus muerticos.
No recibe dinero en efectivo como donación. Prefiere materiales de construcción, ataúdes, transporte. Ahora son tiempos difíciles. Un particular reclama el predio desde 1996 y pide una indemnización de 380 millones de pesos. Sonia dice que ha recibido mucha ayuda del alcalde de Riohacha, Jaider Antonio Curiel, para legalizar el terreno. La Alcaldía tampoco puede pagar esta cifra, por eso ha buscado una conciliación. Este parece ser un caso demorado, cosa que a Sonia no le quita el sueño: “De aquí nadie me saca. Las mujeres como yo, nunca se dan por vencidas”.
Trabajar con los muertos y, fuera de eso, no recibir un peso… ¿Por qué lo hace? Ella se ríe, como cuando le dicen loca, y responde que ellos le transmiten paz. Y habla de Dios, de que ésta fue la misión que él le puso. “Mis muertos me protegen, me dan fortaleza, porque la que ellos pierden me la dan a mí”. Les habla, les canta, les cuenta sus pesares y sus alegrías. A veces hace campamento y duerme con ellos. ¿Cuántos cree que ha enterrado en toda su vida? Una vez más suelta la pícara carcajada. “Yo creo que más de dos mil”.

