Juan Pablo Manjarres

Joven ibaguereño, ganador del modelo congreso estudiantil de Colombia 2020, ganador del concurso de oratoria y argumentación politica "Jorge Eliecer Gaitán" 2022, estudiante de derecho y un protector de la educación.

Juan Pablo Manjarres

Los hijos de la guerra que el país decidió normalizar

A veces siento que Colombia ha desarrollado una peligrosa habilidad: la de acostumbrarse a lo inaceptable. El reclutamiento de niños y niñas por parte de grupos armados es una de esas heridas que todos conocemos, que todos señalamos con indignación teórica, pero que muy pocos parecen dispuestos a enfrentar en serio. Y lo digo como alguien que convive a diario con la fragilidad de la infancia. Cada vez que leo un informe sobre reclutamiento, no pienso en cifras: pienso en rostros, en cuadernos a medio llenar, en sueños que nunca van a ser estrenados.

El reciente informe de UNICEF confirma una realidad incómoda: los grupos armados están reclutando menores cada vez más pequeños. La edad promedio ya no es 16 ni 15, sino 14 y, en muchos casos, menos. Y esa reducción de edad no es un dato anecdótico; es un indicador jurídico y ético de que estamos fallando en lo más elemental: proteger a quienes ni siquiera han terminado de construirse como personas. Un Estado que permite que un niño de 12 años entre a la guerra no solo está siendo vulnerable: está siendo ausente.

Me preocupa especialmente que casi la mitad de los niños reclutados pertenecen a comunidades étnicas. Esto no es casualidad. Es un retrato exacto de la desigualdad territorial del país. Donde el Estado se retira, la guerra ocupa. Donde no hay escuela estable, aparece el fusil. Donde la institucionalidad es intermitente, la ilegalidad es permanente. El reclutamiento no se explica solo por violencia: se explica por abandono estructural. Y ese abandono es una forma de violencia también.

A esto se suma un fenómeno que me resulta perturbador: hoy reclutar no es únicamente intimidar; es seducir. Los grupos armados entendieron el lenguaje emocional de los adolescentes mejor que el propio sistema educativo. No reclutan con discursos ideológicos, sino con promesas afectivas: pertenencia, validación, compañía. Utilizan redes sociales para presentarse como la alternativa que la escuela y la familia -muchas veces sin mala intención- no están logrando ofrecer. Las estrategias de reclutamiento son técnicamente propaganda emocional. Y funcionan. Porque los adolescentes, por definición, buscan sentido. Y la guerra sabe disfrazarse de hogar.

Las niñas, como casi siempre en los escenarios de violencia, llevan la peor parte. Hablar de violencia sexual contra menores reclutadas no es solo estremecedor: es revictimizante, pero silenciarlo también sería injusto. El país todavía no dimensiona que hay niñas obligadas a ser compañeras sentimentales de comandantes, niñas sometidas a abortos forzados, niñas convertidas en utilería de guerra. No son “casos aislados”: son patrones documentados. Esta violencia no es un efecto colateral, es un método.

Todo esto debería incomodarnos profundamente como sociedad, pero pareciera que nos hemos resignado a que los niños indígenas, afrodescendientes o rurales carguen solos con una guerra que no les pertenece. Lo más grave no es que los recluten: es que el país lo vea como algo “que pasa en ciertas zonas”, como si la geografía justificara el desamparo. Esa pasividad colectiva es una forma de complicidad moral.

Lo que más me conmueve, y me rompe, es que muchos de los menores reclutados aún no saben leer ni escribir. Eso revela una verdad brutal: para los grupos armados, un niño sin escolaridad no es una víctima vulnerable; es un recurso útil. La guerra entendió antes que nosotros el valor estratégico de una infancia sin oportunidades. Reclutar es fácil donde educar es difícil.

Y como si fuera poco, los grupos armados trasladan a los menores lejos de sus territorios para borrar todo vínculo posible. Los desarraigan. Los despersonalizan. Los desaparecen en vida. En derecho internacional, esto es una violación grave a los derechos humanos. En humanidad, es una tragedia absoluta.

Ante esto, uno como docente siente una mezcla contradictoria de impotencia y responsabilidad. Impotencia, porque sé que ningún cuaderno puede competir contra la promesa de pertenencia que ofrece un actor armado. Responsabilidad, porque sé que la escuela -con todos sus límites- sigue siendo el único espacio estatal que llega a muchos niños antes que la guerra. Y lo digo con claridad: la escuela no es un escudo perfecto, pero es el único escudo disponible.

Colombia discute sobre paz, sobre diálogos, sobre justicia, pero muy poco sobre la protección real de la infancia. Y me atrevo a afirmar algo impopular: un país que permite que sus niños sean reclutados no está en guerra, está en decadencia moral. Negociar sin proteger a la infancia es construir acuerdos sobre un terreno éticamente podrido.

La pregunta no es si el reclutamiento debe detenerse. Eso es obvio. La pregunta es cuándo vamos a dejar de hablar del tema como una noticia triste y empezar a discutirlo como una obligación legal, política y social. Porque la infancia no es negociable. No es prescindible. No es sacrificable.

Si un país pierde a sus niños, pierde su posibilidad de futuro. Y Colombia, por momentos, parece estar jugando con fuego alrededor de su propia generación perdida

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Juan Pablo Manjarres
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