Alejandro Toro

Conferencista y defensor de derechos humanos en Colombia. En la actualidad Representante a la Cámara del departamento de Antioquia por el Pacto Histórico, período 2022-2026. ​​​​

Alejandro Toro

URIBE, LA FINCA LA MUNDIAL Y EL TESTIGO QUE MURIÓ ANTES DE HABLAR

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¿Qué secretos se llevó a la tumba John Fredy González Isaza, alias “Rosco”? ¿Qué tanto sabía sobre los asesinatos de los trabajadores de la finca La Mundial? ¿Qué relación podía existir entre esos crímenes y la figura de Álvaro Uribe Vélez, dueño de la propiedad a finales de los años 70? ¿Y, sobre todo, su muerte en una cárcel de máxima seguridad fue casualidad… o un homicidio para silenciar verdades incómodas sobre el vínculo entre el poder político y el paramilitarismo?

Entre 1989 y 1997, el sindicato de La Mundial fue diezmado. Alfonso Jiménez, vicepresidente del Sindicato de Trabajadores Agrícolas de Antioquia; Darío Olarte Castañeda, sindicalista desaparecido; John Fredy Arboleda Aguirre, presidente del sindicato; Eladio de Jesús Chaverra Rodríguez y William Alonso Suárez Gil, todos fueron asesinados o desaparecidos en un mismo patrón de violencia. El responsable de varios de estos crímenes, según la justicia, fue González Isaza, integrante del Bloque Metro de las AUC.

Pero González Isaza no era un eslabón cualquiera en esa cadena criminal. En febrero de 2020, el Tribunal Superior de Medellín recogió su testimonio en el que señalaba que la Hacienda Guacharacas —propiedad de la familia Uribe Vélez— fue el lugar donde comenzó a operar el Bloque Metro, bajo la administración de los hermanos Villegas y con la participación de Santiago Gallón, narcotraficante confeso. No es un dato menor que La Mundial y Guacharacas fueran fincas vecinas. La geografía no miente: la violencia que cayó sobre los trabajadores no puede entenderse sin mirar lo que ocurría al otro lado de la cerca.

Por eso la muerte de González Isaza, el 8 de junio de 2011, no puede ser vista como un simple episodio de violencia carcelaria. Fue hallado colgado y con las manos amarradas en la cárcel Modelo de Barranquilla. El INPEC intentó venderlo como suicidio, pero la Fiscalía concluyó que fue homicidio. La pregunta es obvia: ¿por qué asesinar a un hombre que estaba condenado y encerrado, si no fuera porque tenía información peligrosa para alguien en libertad?

La justicia colombiana nunca lo interrogó a fondo sobre su conocimiento de la relación entre Uribe y el paramilitarismo. ¿Qué más hubiera dicho González Isaza si hubiera tenido la oportunidad? ¿Podría haber detallado las conexiones entre los crímenes de La Mundial y las estructuras paramilitares que operaban desde Guacharacas? ¿Habría confirmado que los asesinatos de dirigentes sindicales no fueron un hecho aislado, sino parte de una estrategia más amplia de control social y territorial?

Uribe ha sido claro en su defensa: niega toda relación con grupos paramilitares y se ha dedicado a desacreditar a testigos como Juan Guillermo Monsalve, quien también lo ha señalado de vínculos con el Bloque Metro. Pero la coincidencia de relatos entre testigos, las conexiones geográficas y la cronología de los hechos generan un patrón que no puede despacharse como “mentiras”. González Isaza, Monsalve y otros hablan de lo mismo: fincas específicas, personajes conocidos, estructuras armadas ilegales que nacieron bajo la sombra de haciendas familiares.

Y aquí es donde la historia de La Mundial duele más. No estamos hablando de un pleito político, sino de asesinatos de trabajadores que creyeron que recibir una finca sería el inicio de una vida digna. En cambio, se convirtieron en objetivos de una maquinaria violenta que, según testimonios, operaba a pocos metros, con respaldo y logística de hombres que después serían protagonistas de la vida pública y empresarial en Antioquia.

Si algo nos ha enseñado la historia reciente de Colombia es que el paramilitarismo no fue un fenómeno espontáneo. Se alimentó de tierras estratégicamente ubicadas, de dinero de empresarios, de la complicidad de autoridades y de la alianza tácita con sectores que entendieron que el control de un territorio no se logra solo con títulos de propiedad, sino con el miedo. La Mundial y Guacharacas aparecen en esa narrativa no como simples fincas, sino como escenarios donde confluyeron intereses económicos, políticos y militares.

La muerte de González Isaza truncó la posibilidad de escuchar, de primera mano, hasta dónde llegaban esas conexiones. Si fue asesinado para que no hablara más, entonces su silencio no es solo suyo: es un silencio impuesto a todo el país. Y si, como han mostrado documentos judiciales, su testimonio ya había empezado a unir piezas incómodas, la pregunta inevitable es: ¿quiénes se beneficiaron de que nunca pudiera completarlo?

Por eso hoy, más de una década después de la muerte de González Isaza y más de treinta años después del primer asesinato en La Mundial, el país todavía tiene derecho a preguntar:

  • ¿Qué verdades se llevó “Rosco” a la tumba?
     
  • ¿Los asesinatos de los trabajadores de La Mundial están vinculados a la relación de Uribe Vélez con esa finca y su entorno?
     
  • ¿Fue su homicidio una operación para borrar un testimonio que podía conectar, de forma directa, al expresidente con el paramilitarismo?
     

No son preguntas retóricas. Son interrogantes que, respondidos, pueden ayudar a entender uno de los capítulos más oscuros de la violencia en Antioquia. Y son, sobre todo, preguntas que la democracia colombiana no puede dejar sin respuesta si quiere honrar la memoria de las víctimas y construir un país donde el poder político no sea un blindaje contra la verdad.

Mientras no lo sepamos, la sombra de La Mundial seguirá cubriendo no solo esas tierras, sino la historia misma de Colombia.

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