El carnaval comenzó como una fiesta pagana hasta convertirse en patrimonio inmaterial de la humanidad e insignia de la ciudad
En febrero pasado fui otra vez a la Batalla de Flores de los carnavales de Barranquilla, y era la misma vaina de hace 40 años, cuando fui la primera vez. Hacía siete años que no iba, pero, salvo tonterías como desde dónde uno la ve, o cuánto hay que pagar por verla –antes era gratis para todo el mundo-, el resto era idéntico a hace 40 ó 100 años: una infusión ciclónica que te catapulta el ánimo y te pone a ver al mundo desfilando frente a tus ojos en una bullaranga de disfraces y músicos que no tiene fin. Y de ron, por supuesto.
Ni siquiera en esta oportunidad hubo grandes aspavientos por el hecho de que este año se cumplen 200 años desde que se erigió en villa aquella aldea de paso entre las encopetadas Santa Marta y Cartagena: el origen plebeyo de las Barrancas de San Nicolás no da para esas payasadas, a pesar de que, entre sus hijos devotos, haya payasos como yo que quieran rendirle los homenajes que nunca ha pedido, ni mucho menos necesitado.
Pero por muy payaso que sea, no voy a dármelas de romántico de tercera clase pretendiendo que Barranquilla no contrajo, en mala hora, la maldita enfermedad de los tiros, las puñaladas y los cretinos. Ahora se anda por ahí con miedo de toparse con un atarván que ni siquiera sospecha el sideral despropósito de su propia existencia en el reino de la hospitalidad. Ahora los árabes, los italianos, los alemanes, los gringos, los santandereanos, los antioqueños, los judíos, y hasta los barranquilleros –que también los hay- andamos temerosos de que aquí, donde se vive “la perfecta negación del nacionalismo”, nos sintamos forasteros en una ciudad que amenaza con ser de nadie, pero que en realidad es de todos.
Porque si bien Barranquilla era protagonista, a comienzos de los noventa, de algunos de los crímenes más macabros y sombríos de que se tengan noticia en la historia nacional –muchas veces, paradójicamente, en medio de la tromba delirante de los carnavales-, éstos eran apenas el recordatorio que la vida le hacía a una ciudad feliz: que ella también, como todas las grandes ciudades, era el espejo de la Babilonia bíblica, condenada a pagar por pecados heredados desde el principio de los tiempos.
Pero al lado de esos crímenes estaban los prodigios de La Troja, con sus bailasolos tirando paso, y sus picós tocando la mejor salsa del planeta a decibeles inverosímiles; del Country Club, con sus bailarines de culo motorizado siguiendo el ritmo frenético de Los Vecinos de Nueva York; de las cumbiambas del Romelio Martínez, poniendo a danzar con el balón a los cumbiamberos de “La Bruja” Verón, Dida y Fernando Fiorillo; de la caseta La Clave, donde cuatro compadres pagaban los ahorros de todo un año por ver a Diomedes Díaz y naturalizar a Celia Cruz. Y de Shakira, bailando, desde ese entonces, como una licuadora en el corral infantil de su casa del barrio El Paraíso.
Alejandro Obregón, pionero del movimiento del arte moderno en Colombia, hizo parte del 'Grupo de Barranquilla' en los años cincuenta.
Así era esa Barranquilla, descendiente de aquella otra Barranquilla que reflejaba en su espejo favorito del río Magdalena las imágenes inconfundibles construidas por el genial 'Grupo de Barranquilla'; la misma del 'Nene feroz', que convirtió un granero en el bar más culto de La Tierra; la del pionero de las nuevas tendencias del arte en el país, Alejandro Obregón, con “sus ojos diáfanos de corsario que hacían suspirar a los maricas del mercado”, la de Julio Mario Santodomingo, el hijo del fundador de la aviación en América y a la vez el único escritor que ya era millonario antes de escribir su único cuento. La de Germán Vargas.
Y claro, la de Gabriel García Márquez, el barranquillero más barranquillero de todos, demostrado en el hecho de que no nació aquí, pero que vio la trashumancia de la estatua del Almirante de la Mar Océana buscando un destino de consuelo en el fragor de las calles borboritantes de calor; que vio los conciertos de Bellas Artes, los crápulas de la Calle del Crimen, las conferencias de la Sociedad de Mejoras Públicas, los vaporinos llegando a los burdeles poblados de tortugas y alcaravanes de Pilar Ternera, la temporada de la Fábregas en el teatro Apolo. Que almorzó en el Chop Suey, que comió fritos en La Tiendecita, que se emborrachó a muerte en Los Almendros, que oyó los embustes de los cazadores mitómanos de La Cueva, y que caminó por lo que había sido la Calle Ancha, después el Camellón Abello, mucho después el Paseo Colón, y ya en su tiempo el Paseo Bolívar. Que se tomó un par de Coca Colas con Don Ramón Vinyes en un café de la calle de San Blas y amenazó a uno de sus personajes con ser atropellado por el trenecito de juguete del muelle marítimo más largo del mundo.
El mismo Gabo que puso en la mente del universo, sin mencionarla, a una ciudad que, quiéranlo o no, terminará por domesticar a las fieras de navaja y a los políticos parásitos que, por más que traten, nunca la dañarán. Una ciudad que lo único que espera son las brisas que llegan en diciembre; una ciudad, maestro Gabo, que tiene un mar que no es el de tus cuentos perdidos, y que tiene un río que no es ese río revuelto de Heráclito que simplemente transcurre hacia la monotonía de la muerte, sino que es el mismo torrente de bacanería de siempre, en el que Nelson Pinedo creyó que podía irse a La Habana y no volver más; una ciudad que es la madre que acogió como a un hijo propio a Joe Arroyo, ese genio insuperable de la música. Una ciudad en la que, como dijo Alfonso Fuenmayor, el que pegue la primera trompada ya perdió, y en la que, por lo tanto, la única batalla gloriosa se libra con flores y maicena. Una ciudad que, a pesar de todo, es la misma de hace 30, 50, 100 ó 200 años. Una ciudad radiante.
Mi Barranquilla hermosa.
@samrosacruz