Bolaño, poeta

Mié, 05/03/2014 - 11:08
¿Es resignación, o es la lucidez?

Antes del final, sigo esperando el impacto

-B. Vergarabat-

 

Roberto Bolaño murió el 15 de julio del 2003. Y
¿Es resignación, o es la lucidez? Antes del final, sigo esperando el impacto -B. Vergarabat-   Roberto Bolaño murió el 15 de julio del 2003. Y aunque ya se había convertido en figura de culto tras la publicación de Los detectives salvajes, su muerte y la salida póstuma de 2666 elevaron a la categoría de mito su obra y su figura. El mito Bolaño. Pero muchas veces la fanaticada ensordece al artista, como la beatlemanía en el 65. Por eso el desdén de Bolaño hacia la crítica. Y por eso también Pink Floyd construyó una pared gigante en pleno concierto. Para que los oyeran, para que sus fanáticos los dejaran tocar. Pero a pesar del estatus de culto (o precisamente debido a él) vale la pena revisar los textos del escritor. Sobre todo de este.  Basta con leer alguno de sus cuentos o con oír alguna entrevista para saber que se está delante de uno verdadero. De un escritor verdadero. De un 'celebrador de la vida'. Leer a Bolaño es siempre una invitación. Una invitación a conocer más, a empaparse de esos autores que él mencionaba con alegría. Era escritor sí, pero sobre todo gran lector. Conocía de arriba para abajo a los buenos poetas, y a los malos. Conocía la tradición entera y hablaba con gran cercanía y simpatía de ella. Amaba la poesía. Y fue una sorpresa que cuando le preguntaron por los mejores poetas del XX respondiera que la mejor poesía del siglo se encontraba en la prosa. En las novelas de Joyce, de Proust y de Faulkner. Con eso bastaba. Bueno no, pero casi. La poesía no tiene que ver tanto con cierta forma sincopada de escribir. Sino más bien con una actitud y una disposición particular hacia las cosas. Con la forma en que se muestran las cosas. Con la forma en que se sugieren. Dicen de su novela insignia, Los detectives salvajes, que es la novela que a Borges le habría gustado escribir, quién sabe. O que es la Rayuela del siglo XXI. Siempre me ha parecido curiosa esa comparación simplona entre distintas obras de arte, entre pintores, entre músicos o entre arqueros de fútbol. “Tienes que ver como juega, es el nuevo Messi”, “el nuevo Bob Dylan”, “el nuevo Cortázar”. No. Bolaño es Bolaño. Si quisiéramos a Cortázar lo traeríamos a él. ¿Para qué aspirar a la copia cuando tenemos el original? Esto no quiere decir que su estilo no se asemeje al del argentino, o al estilo de Borges o al de Bioy Casares. Pues ciertamente existen tradiciones, corrientes con las que vibramos más que con otras. Corrientes en las que nos zampamos de lleno y de las que procuramos sacar lo mejor de ellas. Y Bolaño hace parte de esta. Una tradición que se preocupa por el contenido sí, pero sobre todo por la forma. Que se preocupa por la manera en que se presenta el cuento o el relato. Por presentarlo como rompecabezas. Por procurar que el lector haga parte de él. Juegue con él. Ya decía él que desde La invención de Morel no se podía seguir escribiendo de la misma manera. Que la trama plana y lineal decimonónica ya no servía. Y Los detectives salvajes es precisamente eso. Es la novela polifónica con tantos puntos de vista como capítulos y subcapítulos hay en ella. Un juego. Una invitación al lector a meterse en la trama del libro, a hacer parte de los eventos, a verlos desde su punto de vista. A crear. A interpretar. A investigar. Y esa es, según Juan Villoro, la magia del libro, lo que atrapa a sus lectores. Arturo Belano y Ulises Lima son detectives de la experiencia. Artistas de su propia vida. Que viajan, conocen, leen, fuman, escriben, abandonan, indagan e interpretan. Son como Dennis Hopper y Peter Fonda en Easy Rider, pero mejor. Exploradores y coloristas. Bolaño entendió lo que decía Nietzsche un siglo antes: que sólo el arte es capaz de redimir el pasado. Que sólo el arte es capaz de reinterpretar los traumas del rígido pasado. De redimir creadoramente la dictadura de Pinochet, el exilio en México, la cárcel y los interrogatorios, la extrañeza de extranjero. De redimir creadoramente la masacre de Tlatelolco. Su enfermedad, el hígado a reventar. De redimir creadoramente el “fue”. Esa es la potencia de la literatura, la belleza del arte: que supera por momentos la muerte. Le diagnosticaron una enfermedad hepática en el 92 y como un condenado a muerte que sabe la fecha y hora del cadalso se abandonó a la lectura, a escribir y a dejar algo que perdurara más que su enfermo cuerpo. Es curioso como sólo hace falta que un médico nos diga las palabras terribles para que nos demos cuenta de lo obvio. “Supe que no era inmortal –dijo él–, lo cual, a los 38 años ya iba siendo hora de que lo supiera”. Sus mejores novelas y cuentos surgieron en esa carrera contra reloj. Si la muerte le avisaba con dolores, él respondía ganando concursos de cuentos. Si la muerte se asomaba en la roja sangre de su vómito, él le contestaba con novelas perfectas. Una partida que al final terminó ganando la primera –como en El séptimo sello– como siempre lo hace. Decía Bolaño que decía Canetti que decía de Kafka que este comprendió que los dados estaban tirados y que ya nada lo separaba de la escritura el día en que por primera vez escupió sangre. Bolaño murió el 15 de julio de 2003, su obra seguirá algún tiempo más. Pues, para él, tras la muerte del autor queda la obra y después de acompañarla por un tiempo la crítica se desvanece. Luego queda aquella en compañía de los lectores, fieles. Pero ellos también mueren. Y finalmente sigue la obra, sola hasta la inmensidad, hasta que un día se hunde en el olvido y ya nadie recuerda. Como todo. Shakespeare también.
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