¿Hasta cuándo creer en el país?

Vie, 25/10/2013 - 01:51
Hoy, como muchas otras tantas veces desde que tengo uso de memoria, descreo del país. Lo hago basado en los más serios fundamentos racionales. Si se quiere, en su presente y su pasado. A mi entender
Hoy, como muchas otras tantas veces desde que tengo uso de memoria, descreo del país. Lo hago basado en los más serios fundamentos racionales. Si se quiere, en su presente y su pasado. A mi entender, una sola masa oscura zurcida a partir de oscuros hechos e intereses. Y, por supuesto, también en mi experiencia personal. Porque también soy tripulante de este barco que, a pesar de la avalancha de noticias nefastas que lo inundan día a día—: mujer desmembrada por odio e inoperancia judicial, niña muerta por negligencia del gobierno local y apatía ciudadana, presidente mentiroso alabado por los grandes medios de comunicación, cartel de testigos falsos, cartel de jueces verdaderos, mamá capturada vendiendo la virginidad de sus hijas, niño de 14 años que quemó a otro de 10 en el barrio Santa Fe porque éste no le prestó su bicicleta, proceso de paz incoherente, etcétera—, se niega a ser honesto y naufragar. Y lo peor, a hoy no veo cómo este país —conmigo o sin mí o, si lo prefiere, con usted o sin usted— saldrá del círculo vicioso de odio y de violencia, de corrupción y vampirismo, de deshonestidad y falta de entereza, que ha sido su pan de cada día desde los tiempos coloniales. Pan que, no sobra aquí decir, ha vaciado nuestras almas y empedrado nuestros atribulados corazones hasta el punto de convertirse una y otra vez en nuestro único legado hacia el futuro. Algo así como una endiablada receta milenaria, mixtura de razas rancias y linajes sanguinarios, que se perfecciona con el tiempo. De generación en generación, de mano en mano. De ahí que, en medio del desasosiego —hijo bastardo de un día cualquiera como hoy—, alguien como yo no pueda más que preguntarse: ¿hasta cuándo seguir aguardando aquello que, de acuerdo con la lectura de los hechos, jamás vendrá? ¡Nunca! Y aquí no me refiero al cuento de la paz con prosperidad de este gobierno, porque tal sueño ya sería envidiar la sabiduría de los muertos —los únicos que hallan paz en el silencio y prosperidad mientras se funden con la tierra—, pero sí a un cierto grado de respeto: por la vida, por el otro, por la justicia, por la palabra dada y por la palabra recibida, por la verdad, ¡Dios!, por los niños. ¿Hasta cuándo? ¿Ah?, me pregunto y le pregunto. ¿Hasta que la noticia nefasta del día —el atraco, el paseo millonario, el accidente del bus que corre como loco porque la bestia de su conductor solo obedece a la lógica impuesta por la guerra del centavo, etcétera—gire entorno de uno y uno, frito como un pollo, ya no se pueda preguntar más pendejadas? ¿O hasta que el niño quemado sea un allegado —hijo mío o suyo— y el nombre de la mujer desmembrada deje de ser, tal cual lo es para la mayoría de colombianos de bien que se evaden de este infierno metiendo la cabeza bajo tierra, un ruidoso eco en el noticiero de las siete?
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