Hemos perdido el silencio

Jue, 01/06/2017 - 03:14
Un amigo extranjero de paso por Colombia cuando hace unos meses salió el nuevo código de policía en el que se prohíbe la venta callejera de todo tipo de mercancía, me manifestó su asombro por el
Un amigo extranjero de paso por Colombia cuando hace unos meses salió el nuevo código de policía en el que se prohíbe la venta callejera de todo tipo de mercancía, me manifestó su asombro por el hecho de que el cuadernillo con las nuevas normas de convivencia ciudadana se estuviera vendiendo en el calle. No hay motivo de asombro en esa aparente contradicción —le dije—, seguramente el nuevo código es un saludo a la bandera que no se aplicará nunca, o que lo aplicarán algunos funcionarios corruptos solo para llevar dinero a su bolsillo. Lo digo por lo que se refiere al ruido. Entró en vigor un código que prohíbe molestar a los vecinos con aparatos a todo volumen y esa costumbre tan colombiana sigue tan campante, como si nada hubiesen dicho los legisladores. A las autoridades, y concretamente a la policía, parece no importarles los gravísimos casos que cada tanto se reportan en la prensa de episodios violentos   —algunos con el resultado de una muerte—, debido a que alguien desesperado por el volumen de ruido que hace su vecino, ha decidido reclamar y el agresor (porque agrede quien perturba la tranquilidad de los demás) es el que suele responder de manera violenta. Hablo por experiencia personal. Vivo en una zona campestre, lo que significa sonidos de la naturaleza como pájaros, viento o lluvia; a lo mejor el paso de algún avión lejano. Pues bien, los fines de semana son un infierno porque los vecinos alquilan fincas de su propiedad a gentes que vienen de la ciudad con el ímpetu irrefrenable de gritar cuando llegan al campo. El salvaje que llevan dentro despierta al contacto con la naturaleza. Pero lo más grave es lo que sucede a veces de viernes a lunes (cuando hay puente por ser este último día festivo). Dependiendo del cafre que alquile la propiedad del vecino el tormento puede venir en forma de la llamada música metálica, ranchera o vallenato. Confieso que detesto estos tres tipos de ruido y no sé cual de ellos me parece más infame. Pero puesto a detenerme en cuál de los tres me fastidia más, he de admitir que las letras ramplonas y cursis de vallenatos y rancheras los hace particularmente detestables. El tono llorón y lastimero que pone Vicente Fernández al final de ciertos versos de sus canciones me causa erisipela, y encuentro abyecto el aire de plañidera de los cantantes vallenatos. Sé que no tengo nada que hacer, no es la primera vez que escribo sobre esto y entre medias de mis dos quejas públicas, he acudido a todo tipo de autoridades y recursos para que se me atienda en este sentido. No hay manera, se impone por encima del respeto el “espíritu alegre y rumbero de los colombianos”. La gran diferencia entre orientales y occidentales radica en el concepto que tienen para relacionarse con los demás. En Oriente importa mucho el respeto, en Occidente, y particularmente en un país como Colombia, eso no cuenta para nada. Allí, al otro lado del mundo, la cosa sería más o menos así: “Mi libertad de oír berrear a Vicente Fernández termina en donde empieza el derecho de mi vecino de descansar o a oír otro tipo de música.” Y es que en los países orientales, esos que aún en circunstancias muy parecidas a las de Colombia están a años luz en desarrollo y educación, el valor principal es el bien común; en tanto que en los países occidentales, como Colombia, el bien más valorado es la libertad individual: “Yo en mi casa hago lo que me da la gana”. Y así nos va.
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