Monseñor Juan Vicente Córdoba, de la Conferencia Episcopal de Colombia, cree que fue un error entregarle en adopción dos varones a un homosexual. También cree que la homosexualidad es un desorden de identidad y aún se atreve a decir que así lo confirma la psicología universal. Sus argumentos, además de esta cita bastante dudosa a la "psicología universal" (sea lo que sea que esto significa) y de su obvio sesgo discriminatorio, es que existe un riesgo de que el señor Chandler Burr, quien es un crítico de perfumes para el New York Times y tiene una maestría en estudios internacionales del Institute d'études politiques de Paris, quiera abusar sexualmente de estos dos muchachos de difícil adopción. Dice que el ICBF cometió un error al no revisar las tendencias sexuales del periodista gringo y que la decisión de entregarle a quienes ahora son sus hijos debe revisarse y corregirse.
Yo creo que lo que se debe corregir en esta sociedad es la influencia de la Iglesia Católica y de cualquier tendencia dogmática en las decisiones respetables de las instituciones que se rigen por el Estado de Derecho, y de los peligrosos prejuicios de los prelados sobre ciertos temas en los que la sociedad global avanza a pasos agigantados mientras las rancias nociones bíblicas se quedan cada vez más cortas frente a los avances por un mundo más justo e igualitario. Sobre todo en un país como Colombia, donde quienes se esmeran en construir una carrera pública aún le temen a la descalificación de la Iglesia y a la influencia que ella podría tener en su ascenso político, como si para ser presidente se requiriera la bendición del papa, al estilo de los reyes medievales coronados en suntuosas catedrales de Europa.
El tal monseñor debería preocuparse más bien por explicarnos por qué su propia institución no ha logrado desembarazarse del cáncer putrefacto del abuso sexual por parte de miembros de la Iglesia a niños indefensos en los seminarios del mundo. Allí está el caso holandés, donde se acaba de revelar una verdad escabrosa sobre las cifras de abuso sexual a menores por parte de miembros del clero (entre diez y veinte mil casos en los últimos 65 años). Si atendemos a estos y otros números, concluímos rápidamente que la integridad sexual de los menores en todo el mundo está más amenazada por la acción de numerosos curas reprimidos, víctimas ellos mismos de una férrea restricción dogmática que no les permite disfrutar de sus identidades y deseos, que por el amor paternal sincero de profesionales y personas de bien cuyo único delito es expresar libremente lo que los curas no pueden.
En un momento en que el mundo despierta a la realidad sexual de la Humanidad, y en el que varios líderes mundiales han expresado interés en iniciar una campaña por los derechos de los homosexuales en el mundo entero, la Iglesia Católica no podría estar menos sintonizada con la sociedad. En Colombia este caso debería servirnos para discutir de una buena vez sin tabúes y sin prejuicios la necesidad de permitir que una familia, sin importar su composición sexual, pueda darle un hogar a jóvenes que necesitan amor y educación, y también para cuestionar de manera seria y mesurada el papel de la Iglesia Católica en las decisiones de nuestros gobernantes. Como líderes espirituales de las mayorías católicas del país, los prelados tiene derecho a opinar, por supuesto, pero no tienen derecho a esperar que sus dogmas polvorientos que se ajustan mejor a la Palestina del siglo primero que a la América Latina de hoy, se conviertan en Ley por encima de los estados y de los demás credos.
A los homosexuales no les arrebatemos sus derechos básicos. Defendamos el derecho de la Iglesia a opinar, pero limitemos su influencia en asuntos que sólo competen al Estado, o terminaremos por coronar delfines medievales en la plaza donde nació nuestra libertad.
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