Sin brújula por los cafetines de la novena

Vie, 18/11/2011 - 08:33
En el “Gran París”, un cafetín de la novena con calle quince, atiende una copera que lleva por buen nombre, Jeimy. Es una rubia natural, llamativa -como lo requiere su oficio-, de unos cuarenta
En el “Gran París”, un cafetín de la novena con calle quince, atiende una copera que lleva por buen nombre, Jeimy. Es una rubia natural, llamativa -como lo requiere su oficio-, de unos cuarenta años de edad, rostro amable aunque cansado, y marcado acento paisa. Yo entré al establecimiento de marras un viernes por la tarde, con el ánimo de realizar trabajo de campo –como suelen llamar los etnógrafos a su dolce far niente- para documentar una serie de historias sobre los cafetines que subsisten en el centro de Bogotá. Jeimy se acercó para tomar mi pedido esgrimiendo una sonrisa franca. “Un tinto”, le dije; entonces ella se dirigió a la barra, desembolsó de una carterita escondida en el seno una ficha y se la entregó al barman. El hombre procedió enseguida a servir el tinto. En Colombia, Ecuador y Venezuela le decimos tinto a la infusión de café negro. En el resto del mundo el tinto es un vino, pero eso no importa mucho para la historia. Me reí de mi inveterada tendencia a la digresión. Ella me extendió la taza con un movimiento gracioso de su mano cuidada con primor, tal vez por una manicura. - ¿Cómo te llamas?, -inquirí. - Jeimy. - Ah, como Jaime Sommers, la mujer biónica. Ella sonrió con desdén y yo comprendí lo estúpido de mi comentario, tanto mas cuanto que yo mismo he sido víctima de babosadas similares por el hecho de llamarme Darío Gómez. Sí, como el “rey del despecho”. La invité a sentarse en mi mesa para conversar un rato, pero ella me advirtió que eso sólo sería posible si consumía al menos media botella de aguardiente o ron, o si la invitaba a una copa. “De allí ha de venir el nombre de copera”, concluí lo obvio. Así que pedí media de Antioqueño. El “Gran París” es un local oblongo ubicado en el segundo piso de un edificio roñoso, al cual se accede por una escalera angosta y empinada de veintidos gradas. En su interior hay tres filas de mesas acomodadas torpemente a lo largo de la estancia, como un pelotón de infantería bajo la férula de un sargento obeso y peluqueado al rape, quizá el dueño del negocio, que, además de barman, cumple la función de ordenar a las muchachas -sentadas perezosamente en las sillas de la barra, como colegialas en recreo- que se levanten para atender a la clientela. El sujeto en cuestión parece un director de orquesta que organiza el caos reinante con gestos graciosos y movimientos de cabeza. Detrás de la barra, ubicada al fondo, hay una greca enorme y broncínea sobre la cual posa sus garras un águila real envuelta en la niebla de una ebullición permanente. Alineadas en angostos anaqueles pegados a la pared, posan las botellas vacías de licores importados, en compañía de una colección multicolor de latas de cervezas que le imprimen un ambiente cosmopolita al lugar. Debajo de la estantería hay un espejo opacado por el tiempo, cuya refracción no alcanza a duplicar con fidelidad la sordidez del establecimiento. Sobre la barra descansan dos parlantes de alta potencia -acaso los objetos mas modernos del lugar- que no se cansan de emitir tangos, boleros, rancheras y canciones de despecho. Con todo, aun queda espacio en la barra para una horrorosa calabaza de plástico adornada con flores de papel anaranjadas y negras que anuncian de manera sombría la celebración del día de las brujas. El promedio de edad de la clientela está por los cincuenta y cinco años, de modo que los asiduos son en su mayoría pensionados en busca de compañía femenina, aunque sea a título precario. Sujetos con necesidad de que alguien los escuche, así sea con cargo a una copa de ron. Jeimy regresó con la media de aguardiente, un plato con naranja cortada en cuñas, dos vasos pequeños y dos sodas. Luego se sentó a mi lado. - ¿y vos cuánto medís?. -Me preguntó - la cédula dice que 1.88 de estatura, pero crecí tres centímetros más después de los dieciocho. - Pura estatura de basquetbolista. -Observó. Entonces le conté que, en efecto, practiqué baloncesto en el colegio, en la liga juvenil de Bogotá y luego en la universidad. Ahora sólo lo hago los miércoles por la noche y los domingos en la mañana, si no llueve. - o sea que sos basquetbolista de verano. -me dijo con socarronería. Luego agregó orgullosa: -Yo también jugué básquet en el colegio. Y así debió ser, porque Jeimy conserva el cuerpo espigado y armonioso de las muchachas de tierra caliente, muy propicio para el deporte. - ¿en cuál colegio? –Insistí. - en la Institución Educativa Isaza de la Victoria, Caldas. - Yo estuve una vez en la Victoria, como a los 17 años de edad. Recuerdo que el calor era insoportable. –le dije, para mostrar mayor interés. Se me vino a la memoria un pasaje de “Pedro Páramo” donde se dice que Comala es un pueblo tan caliente, que cuando la gente de allí muere y se va para el infierno, el alma regresa por su cobija. La “Victoria” es mas caliente que Comala, pensé. Y es que ese municipio caldense está asentado en el fondo de un valle enclavado en el cañón del río la Miel, donde no corre la brisa para mitigar el bochorno. Allá todo es caliente, hasta la situación de orden público. Sin embargo su gente es cordial, generosa y dicharachera, como suelen ser los miembros de la estirpe antioqueña. - mi profesor de educación física creía que yo tenía méritos para jugar en la selección femenina de Caldas. Era muy rápida en las descolgadas y buena para echar canastas de media distancia. –continuó Jeimy con su reminiscencia deportiva. De golpe el rostro adusto de la mujer se tornó juvenil, como si los recuerdos de hace veinticinco años le hubieran insuflado frescura. Me contó que no pudo continuar en la escuela porque quedó embarazada a los dieciséis. Adiós Instituto Educativo Isaza, adiós selección femenina de baloncesto de Caldas……. Nos quedamos un rato en silencio. Pero en un cafetín está prohibido el silencio. Hay que sacar todo afuera, sobre todo los recuerdos que ayudan a limpiar el alma. Ella sirvió las dos copas de aguardiente y brindamos por el baloncesto. En contraprestación a su confesión no pedida, le conté que mi papá me rumbó de la casa a los diez y nueve años, cuando me volé con una muchacha de diez y siete. Yo cursaba cuarto semestre de ciencias políticas en la Universidad de los Andes y tenía ideas libertarias que mi padre no estaba dispuesto a financiar, pues él, con mucho sentido común, consideraba que si yo quería continuar en esa línea, debía renunciar a las mieles de la “burguesía decadente”, mientras llegaba el nuevo orden social que pregonaba. “Debes ser consecuente con lo que piensas, con lo que dices y con lo que haces. Y, claro está, debes asumir las consecuencias de tus actos y pagar por ellos.” Eso, o algo parecido recuerdo que me dijo mi padre. -fijate la coincidencia; ambos jugábamos básquet en el colegio y a vos también te rumbaron de la casa. -concluyó Jeimy. -si, como en las vidas paralelas de Plutarco. -comenté distraído. -¿Plutarco?, ¿y luego cuántas vidas tuvo ese señor para aguantarse un nombre tan feo? -Muchas, pero no eran de él.   En aquel momento irrumpió en la estancia un vendedor ambulante. El hombrecillo, un jorobado con su cajón terciado (tal vez por el peso inveterado de la mercancía), identificó su objetivo con rapidez y se deslizó como una sombra hasta nuestra mesa, interrumpiendo la conversación: “chicles, cigarrillos, mentas…”   - Convidame unos chicles. –exigió la muchacha. Y luego me advirtió: -Si querés fumar, tenés que salir a la calle.   Le respondí que no fumo, y procedí a comprarle una caja de chicles de hierbabuena. En seguida Jeimy retomó el hilo de nuestra conversación:   -¿o sea que vos preñaste a la peladita? -No. Pero tampoco duramos mucho tiempo juntos. En realidad ni ella ni yo fuimos  consecuentes con lo que pensábamos y pregonábamos (como lo vaticinó mi padre). De modo que unos meses después ella retornó a la comodidad de su "burguesía decadente", y yo continué asumiendo las consecuencias de mis actos, es decir, echando a rodar la piedra de Sísifo. Pero esa es agua pasada y olvidada. –respondí.   Jeimy se levantó de la silla y me hizo una señal para indicarme que volvería en un instante. El sargento de infantería le había ordenado con las palmas y un movimiento de labios que atendiera el pedido de otra mesa. Mientras ella servía a la clientela me dije: "¡Caramba!, esta mujer aporreada por la vida, con cuarenta años encima y una hija de algo más de veinte (como inferí de su relato), aun conserva la belleza endémica de las muchachas caldenses. Es más", pensé, "tengo la certeza geométrica de que su elegancia  natural podría lucir sin escándalo en un té canasta de las damas de la Liga de la decencia".   Y así, entre idas, venidas e interrupciones producidas por las muecas y palmas del sargento-barman, Jeimy me contó que su padre le dio una zurra “que ni para qué te cuento” cuando supo que estaba embarazada. La echó de la casa y se la llevó a vivir a Pácora con una tía solterona y amargada que le hizo la vida imposible, hasta el punto que, cuando nació su hija, aceptó irse a vivir con un comerciante añoso de Supía con quien, si bien no fue feliz, al menos vivió tranquila durante unos años. Pero al hombre lo mataron en Caicedonia, y poco tiempo despues apareció dizque la esposa legítima para reclamar los bienes del difunto, asunto que despachó por la fuerza y con amenazas; conque Jeimy, indefensa, tuvo que venirse con su hija para Bogotá, a duras penas con lo puesto.  Adiós Supía, adiós años de trabajo en balde...   La de Jeimy, como la de muchos colombianos abandonados por la fortuna, es la historia del desarraigo, de la exclusión y del despojo. Con todo, no se columbraba rencor en su relato. Mas bien  estoicismo y Valentía. Porque, hay que decirlo, Jeimy es una guerrera, una mujer biónica como la Sommers de la televisión. No es cualquier cosa sobrevivir día a día al ambiente sórdido de un cafetín. No es nada fácil tener por oficio el consumo de licor y la lidia de borrachos que se pueden tornar violentos por un "quítame allá esas pajas".   -¿Y qué haces con los que se propasan contigo? –indagué. - El atrevido que me irrespete, lleva del bulto. –me respondió señalando la bolsa que llevaba escondida en el seno. Yo intuí una navaja. Luego continuó: -Claro está que una vez me salió uno “mariscal”. El tipo me cortó el brazo con una botella. – dijo mostrándome su antebrazo izquierdo. –cuatro puntos de sutura. –enfatizó al acariciar con su mano derecha la cicatriz de la contienda. La contienda de los "tres centavos".   Y es que la puñalada o el botellazo son los accidentes de trabajo a que se exponen las coperas por razón de su oficio. De igual forma el alcoholismo es la enfermedad profesional que las aqueja. Aún así, no tienen ninguna protección de la seguridad social. Son un riesgo agravado para las aseguradoras. Por respeto no me atreví a preguntarle más acerca de ese tópico. Además era innecesario. A medida que avanzaba la tarde, los síntomas parecían más evidentes. De hecho yo no había consumido ni una copa, en tanto que la muchacha se había “bogado” la “media” de aguardiente mientras dejaba caer sus recuerdos sobre la mesa, como en un pequeño otoño interior.   Al notar la botella vacía, la muchacha me ofreció el casco de naranja que restaba, y me preguntó si iba a pedir otra media de aguardiente. Le dije que no. Entonces comprendí, por su mirada, que también se había terminado nuestra conversación a destajo. Extendió su mano para despedirse, y me dio un fuerte apretón que yo recibí conmovido. Me invadió una rara sensación de ternura.   -Adiós, Jeimy, mujer biónica. -le dije. Ella volvió a sonreir, esta vez sin desdén.   Aparte de unas cuantas referencias marginales, Jeimy nunca habló de su hija. Acaso quería proteger su tesoro más preciado de la  mezquindad de un entorno laboral enrarecido. Y aún diría más: tengo para mí que Jeimy no es el verdadero nombre de mi acompañante circunstancial. Quizá los únicos seres con derecho a pronunciar su nombre de pila son sus allegados, en la intimidad del hogar. Porque el nombre propio determina nuestra existencia. Y Jeimy, como sus colegas de cafetín, no está dispuesta a entregar su nombre verdadero para que sea envilecido en la boca mentirosa de sujetos desconocidos, a cambio de unos cuantos pesos. Por lo demás, creo que la historia que me contó es cierta.   En cualquier caso, lo que parece seguro es que Jeimy es una verdadera “mujer biónica”. Al igual que Jaime Sommers, la heroína interpretada por la bella Lindsay Wagner en la serie de los setentas, nuestra copera ha de tener un oído biónico para escuchar con paciencia las experiencias, desencuentros y soledades de sus clientes. Debe estar dotada de un brazo  ídem para defenderse de los patanes; y unas piernas ultra rápidas para huir, cuando sea necesario, de los peligros inherentes a su trabajo insalubre e ingrato.  
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