El hombre siempre ha estado obsesionado por la forma en la que morirá. Los musulmanes fundamentalistas aspiran a una vida después de la muerte con 72 vírgenes a su disposición si mueren como mártires en la guerra contra los infieles o yihad. Para los gladiadores romanos no había mayor honor que luchar y morir en la arena del coliseo, bajo la mirada hambrienta de miles de espectadores. Los vikingos que morían en batalla iban a dar al Valhalla, una fortaleza con grandes salones, en la que todos los días tenían grandes banquetes mientras se preparaban para la batalla del fin del mundo. Los samuráis rechazaban cualquier tipo de muerte natural, y si no morían en batalla, rescataban su honor cometiendo el harakiri, clavándose una daga en el abdomen.
Esa obsesión por el momento de la muerte es universal. Muchos suicidas planean cuidadosamente el momento y la forma de su muerte como una última declaración, ya sea aniquilando al terrible maestro dentro del cráneo, o dejando que la vida se vaya en un arroyo carmesí que fluye de las muñecas. Aspiramos a morir de un paro cardiaco fulminante, o tranquilamente en un sueño, pero nunca de una manera agonizante y tortuosa tras una larga enfermedad, ahogado o peor, quemado. Tememos ese momento y aspiramos a que sea significativo, porque parece que el momento de la muerte da significado a la vida misma que se termina.
“Todos tenemos que morirnos, Santos, todos. De eso no va a escaparse nadie. Unos de un modo y otros de otro. Unos por una causa y otros por otra. Algunos escogen una muerte heroica, gloriosa, profundamente conmovedora. Otros prefieren morirse de viejos, de un infarto o diabetes, tras una larga enfermedad en una cama o endrogados en medio de un burdel” dice Timochenko, nuevo comandante de las FARC, en una carta al Presidente Santos tras la muerte de Alfonso Cano. Muestra Timochenko algo profundamente humano, imaginarse el momento de la muerte y esperar que sea violento, en batalla, heroico, bañado en gloria, una muerte que le dé significado a su vida. Espera morir de un balazo, o tal vez de un bombazo, en la selva, vestido de camuflado y botas. Con honor.
Lo que Timochenko no logra ver es que ese “cómo se muere” no es lo importante. Cualquiera puede morir de un balazo, especialmente en este país. Andrés Escobar, un guerrero en otro tipo de batalla, murió de un balazo en una discoteca a las afueras de Medellín. Cuatro uniformados murieron este fin de semana, de un balazo, asestado por la espalda en una ejecución cobarde, después de más de 10 años desde que les quitó la vida pero no el aliento. A diario mueren inocentes en robos y atracos, a veces asesinados innecesariamente con un balazo por no entregar el celular. Un bombazo habrá matado a sus antecesores, pero una familia unida que cena en la casa también puede morir de un bombazo por un cilindro que cae en la cocina. Cualquiera muere de un bombazo en una esquina, en un cuartel o en un club privado. Una bala o una bomba pueden matar a cualquiera, no sólo a los combatientes en el campo de batalla. Morir de un balazo o un bombazo no es un privilegio lleno de heroísmo y gloria, en este país, es una cuestión de azar.
“Cómo morir” es importante, pero no se refiere al momento de la muerte. Lo importante no es morir en batalla o de viejo, sino morir como una persona digna, que lucha a pequeña o gran escala por valores y principios, que protege a su familia y a su comunidad, que está tan preocupado por dar que por recibir, que vive una vida digna de ser vivida, recordada y admirada. Esa será siempre una muerte gloriosa, sin importar que se muera plácidamente de viejo, en una cama rodeado de toda la familia, o desmembrado a machete por trogloditas en uniforme de camuflado.
Esa es la muerte que Timochenko no tendrá, esa gloria y heroísmo al que aspira en su muerte es inalcanzable. No importa si muere hoy, mañana o en 20 años, de un balazo, bombazo, paro cardiaco o de viejo. Va a morir luchando una guerra que no va a ganar nunca y que nunca iba a ganar, matando por unos ideales que ya no significan nada porque ya no existen, llamándose “ejército del pueblo” pero sin saber de qué pueblo, ondeando las banderas de la justicia social y la equidad mientras las destruye con sangre y pólvora, sabiendo que su discurso no arranca sino la indignación y las sonrisas cínicas que todo un pueblo que los rechaza por violentos, por incoherentes, por obsoletos, por sanguinarios, desalmados y ciegos. Podrá decir cualquier cosa, hablar de la justicia y el honor, pero en el fondo sabe que dedicó toda su vida a una causa injusta e imposible, que pudo haber vivido otra vida, una digna y admirable, una feliz y satisfactoria, pero ahora corre por la selva, huyendo, paranoico, con la muerte de miles como una carga y la suya como su sombra. Esa es una muerte terrible, insoportable, y es la que le espera. Esa es la muerte que no le deseo a nadie, llegue como llegue. Y él debe saberlo, lo debe perseguir en las noches de insomnio en su cambuche, sabe que después de todo no le espera sino una muerte cruel y vacía, y lo único que le queda es lo que él considera una muerte heroica. Pero no. No piense que su muerte dará significado a su vida, porque el significado se lo da la vida misma.
@viboramistica
Una muerte heroica
Lun, 28/11/2011 - 15:44
El hombre siempre ha estado obsesionado por la forma en la que morirá. Los musulmanes fundamentalistas aspiran a una vida después de la muerte con 72 vírgenes a su disposición si mueren como márt