En música clásica, o en música escrita en general, la partitura es tan solo la mitad del camino, pues una pieza que nadie interprete es una pieza que nadie nunca va a escuchar. En ese sentido, la admiración que tenemos por la obra del polaco Frédéric Chopin, por ejemplo, se debe en gran medida al intérprete que nos enseñó a escucharla con mayor provecho, y que, en el caso de Chopin, entre otros, no es otro que el pianista polaco Arthur Rubinstein.
Hijo de polacos judíos, Rubinstein se mostró siempre fraternal con Israel, aunque afirmaba ser agnóstico, y a la vez con su natal Polonia. Sus convicciones políticas eran fuertes, y las manifestaba de forma poco convencional. Después de 1914, insatisfecho con el comportamiento de Alemania en la Primera Guerra Mundial, prometió no volver a tocar en ese país, y así lo hizo. Invitado a la inauguración de las Naciones Unidas en el 45, a la que no estaba invitada Polonia, tocó, sin haberlo anunciado, una versión larga y melodramática del himno polaco.
Pero no es por sus opiniones políticas que Rubinstein se convirtió en uno de los mejores pianistas del siglo XX, sino por su habilidad y sensibilidad musicales. Jactándose de ellas, contó en una ocasión que “a veces empiezo a repasar mentalmente una sinfonía de Brahms durante el desayuno. Entonces me llaman al teléfono y cuando cuelgo me doy cuenta de que la sinfonía ha seguido su curso y ya va por el tercer movimiento”. En efecto, su memoria musical era uno de sus mayores dones, al igual que su oído absoluto. Y aunque es cierto que el talento es inútil si no se le educa a través de arduas horas de estudio, Rubinstein solía recomendar a sus pupilos no estudiar el piano demasiado, cosa de mantener algo de frescura o de vitalidad a la hora de presentarse. “Cuando se practica demasiado, la música después parece salida del bolsillo”, solía decir.
Rubinstein pasó la mayor parte de su vida de gira por los teatros y los estudios del mundo entero, interpretando las obras de Chopin, primordialmente, pero también las de Debussy, Saint-Saëns, Liszt y Ravel. Tocó hasta los 89 años, seis antes de morir en Ginebra. Sus cenizas fueron enterradas en un bosque de Jerusalén que desde entonces lleva el nombre de este genial intérprete.
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Arthur Rubinstein
Jue, 20/12/2012 - 05:00
En música clásica, o en música escrita en general, la partitura es tan solo la mitad del camino, pues una pieza que nadie interprete es una pieza que nadie nunca va a escuchar. En ese sentido, la a