I Todos saben que jamás murmuré una oración. Todos saben también que jamás traté de disimular mis defectos. Ignoro si existen una Justicia y una Misericordia. Si las hay, estoy en paz, porque siempre fui sincero. II ¿Qué vale más? ¿examinar nuestra conciencia sentados en una taberna o posternarnos en una mezquita con el alma ausente? No me preocupa saber si tenemos un Dios ni el destino que nos reserva.. V Puesto que ignoras lo que te reserva el mañana, esfuérzate por ser feliz hoy. Toma un cántaro de vino, siéntate a la luz de la luna y bebe pensando en que mañana quizá la luna te busque inútilmente. XX Fugaces son nuestros días y huyen como el agua de los ríos y los vientos del desierto. Empero, dos días me dejan indiferentes: El que ayer murió y el que mañana no ha nacido. XXI ¿Cuándo nací?¿Cuándo moriré? Nadie recuerda el día de su nacimiento ni es capaz de prever el de su muerte. ¡Ven dócil bienamada! Quiero olvidar en la embriaguez el dolor de nuestra ignorancia. XCVI No te olvides de recoger todos los frutos de la vida. Corre a todos los festines y elige los cálices más grandes. Dios no lleva cuenta de nuestros vicios y virtudes. CLXIV Infeliz ; nunca sabrás nada. Jamás resolverás ni uno solo de los misterios que nos rodean. Desde que las religiones te prometen el Paraíso. Intenta crearte uno en la tierra; porque el otro quizá no exista.
Tal vez la obra más curiosa del canon literario inglés, sobre todo del canon del siglo XIX, cuando los cánones importaban, por lo demás lleno de obras tan profundamente inglesas, como Tristram Shandy y Tess of the D’Urbervilles, escritas por personajes tan inverosímilmente ingleses, como Dickens y Hardy y Chesterton y Alfred Tennyson, que muchas veces dan la impresión de que fue Inglaterra la que nació de ellos, y no viceversa, es una colección de poemas relativamente corta, del siglo XII, cuando todavía no existía la literatura inglesa, escrito por un poeta todo menos inglés, y para colmo, escrita en una lengua harto distinta a la de britanos y sajones. El libro se llama Los Rubayat, y fue escrito en antiguo persa por Hiyath al-Din Abu l-Fath Omar ibn Ibrahim Al-Nishaburi al-Jayyam, mejor conocido como Omar Jayyam, oriundo de Nishapur, la capital selyúcida de Jorasán, actual Irán.
Que una obra escrita en un idioma, un siglo, un contexto social y un principio poético del todo extraños a los de los ingleses sea hoy un clásico de su literatura es exclusivamente culpa de un viejo más bien solitario y minuciosamente desconocido por sus contemporáneos, oriundo de Suffolk y llamado Edward FitzGerald. FitzGerald era hijo de una familia aristocrática inglesa, rica como pocas otras en la época y en la que, a decir de él mismo, todos y cada uno de los miembros estaban completamente locos. Él, admitía, también estaba loco, pero por lo menos lo aceptaba.
En realidad FitzGerlad estaba, por lo menos a primera vista, bastante cuerdo, y no dudó un instante en usar su fortuna familiar para darse la más plácida de las vidas. La parte activa del día se le iba entre el jardín, la música y la literatura, y después solía descansar. Los fines de semana daba paseos por la costa en los barcos de su familia y visitaba los poblados vecinos. A la edad de ir a la universidad, sin embargo, FitzGerlad fue a la universidad, a Cambridge, donde estudió letras con mucha calma y cuidado, pero sin demasiado furor. Allí conoció a Alfred Tennyson, William Thackeray y William Thompson, todos futuros gigantes de las letras inglesas, junto a los cuales discutía sobre literatura. Pero desde el incio FitzGerlad decidió que sus dotes literarias no podrían superar jamás las de sus compañeros, y no quiso publicar. En cambio, regresó a la costa de su infancia y siguió haciendo lo que hacía mejor, sembrar flores, tocar pequeñas piezas en el piano y coleccionar libros raros.
Sólo relativamente tarde en su vida descubrió que la traducción literaria era una buena manera de hacer uso de sus conocimientos lingüísticos, que para entonces ya abarcaban varios idiomas, sin pretender competir con los poetas y los novelistas. Entonces tradujo el teatro de Calderón de la Barca, del español, la poesía del místico Hafiz y la de Attar de Nishapur, del persa, y los Edipos de Sófocles, del griego. Un día un amigo le envió una copia de la poesía de Jayyam, un poeta poco conocido de Jorasán, la Persia medieval, que había encontrado en la Biblioteca de Calcuta. FitzGerald quedó hondamente impresionado por el sonido de los Rubayat, e intentó una traducción, que publicó en un pequeño panfleto que pronto pasó a los cajones de descuento de las librerías, completamente desapercibido.
Pero FitzGerald no pretendía, ni necesitaba, vender sus traducciones, y por eso todas ellas son de una libertad formal tal que hace de ellas casi poemas autónomos, pues poco conservan del original más que la impresión sonora o poética que cada libro dejó en él. Pero fue justamente en este desprendimiento del sentido de fidelidad hacia el original en que radicó el futuro éxito de sus traducciones, pues en efecto FitzGerlad era un poeta, que disfrazaba sus poemas de traducciones por modestia.
En 1860, Dante Gabriel Rossetti, que ya entonces era uno de los poetas más importantes de Inglaterra, encontró el libro en un cajón de descuentos, y pagó por él un penique llevándoselo por curiosidad. El libro lo sedujo inmediatamente, y Rossetti se dedicó a escribir sobre el desconocido Jayyam y el aún más desconocido FitzGerald en revistas, y a hablar de él en las reuniones de su círculo literario. En pocos meses Swinburn, Lord Houghton y otros influyentes escritores ya estaban bajo el hechizo de los Rubayat, de los que empezaban a sospechar su originalidad.
Según Borges, la razón por la cual los Rubayat funcionaban tan bien, era porque aunque se trataba sin duda de poemas nuevos y originales, el hecho de disfrazarlos de la traducción de un manuscrito misterioso del siglo XII en Persia justificaba el uso de imágenes grandiosas y coloridas, de sonidos metálicos y estridentes, de metáforas fantásticas que de ningún modo un lector habría aceptado en un poema original, por considerarlo extravagante. En el libro de FitzGerald los aciertos eran suyos, las extravagancias eran de Jayyam.
Cuando FitzGerlad murió, en sus sueños, en su cama, en su casa de la costa sur de Inglaterra, entre sus libros, sus flores y sus instrumentos, sin una preocupación en el mundo, los Rubayat ya eran un clásico de la literatura inglesa. De Londres alcanzaron a pedirle una segunda y hasta una quinta edición, simplemente porque supieron que ya tenía escritas varias versiones diferentes, e intentaron llevarlo a la ciudad para presentarlo a la sociedad intelectual, pero FitzGerald ya era viejo, y ya lo habían abandonado los pocos arranques de vanagloria que alguna vez había tenido. Entonces murió en su casa, solo, habiendo dejado lista su lápida, en que el epitafio reza: I am all for the short and merry life”, siempre preferí una vida feliz y corta.
Estrofas de Rubayat