
Aunque a muchos nos pueda sonar hoy tan clásico como cualquier otro compositor romántico italiano, Paganini no fue exactamente un epítome de la elegancia de su época. A diferencia de tantos otros solistas, Paganini no estuvo establecido en una corte real más de uno o dos años, saliendo siempre de pelea con los condes o los músicos o las cocineras. Recorriendo el norte de Italia con su violín al tiempo que Napoleón lo recorría con su ejército, más de una vez Paganini aceptó un puesto en la corte de algún noble italiano, y después de la batalla, un puesto en la corte de algún noble francés, en el mismo palacio. En medio de esos cambios de dueño, huídas nocturnas y escándalos amorosos, Paganini se las arregló para componer unas cuantas piezas para violín y guitarra, siempre centradas en la pirotecnia solista de la que prácticamente nadie más era capaz. Por eso muchos de los compositores italianos y europeos de la época consideraron su afán de mostrar su velocidad un acto de la más vulgar naturaleza, al igual que muchos de los violinistas que por orden de algún otro noble simpatizante tuvieron que trasnochar frente a una de sus partituras tratando de deducir el modo correcto de tocar todas las notas a la vez. Mientras tanto Paganini perdía plata en las apuestas, se peleaba con directores y compositores, apostaba violines Stradivarius y Guarnerius, y se curaba la tuberculosis con grappa. Paganini no era un músico académico, era un gitano de la época.
De todos los mitos y leyendas que rondan su biografía, algunos son tristemente ciertos, como que apostó un violín con un músico callejero en una carrera de lectura a primera vista, ganando, y otro con un burgués en Parma, al que pudiera sostenerlo más tiempo parado sobre el mentón, borrachos los dos, y perdiendo. También es cierto que como buen gitano tenía una novia en cada ciudad y que más de una vez la situación se le salió de control, dañándole el poco prestigio que le quedaba en tal o cual ciudad. Pero su destreza como violinista era innegable, y entonces los nobles lo seguían buscando, y seguían decepcionándose con él.
Pero otras tantas de sus leyendas son falsas, y tristemente también, porque le quedan muy bien. Según un cuento de Madame Blavatsky, la vidente teosofista rusa que tanta confusión causó en la Europa de su época, y que tanto miedo infundió, escribió en un cuento que el violín de Paganini tenía cuerdas hechas de tripas humanas, que le permitían su agilidad sobrenatural, y que ese mismo violín tenía encerradas las almas de su esposa y de su amante, a las que Paganini había matado en dos correspondientes noches de pasión y grappa. Y aunque ambas historias le cuadran realmente tan bien, la primera parte es falsa, y la segunda parece falsa también, aunque por suerte su falsedad es indemostrable. A cambio de esas explicaciones taumatúrgicas, los críticos gringos, como siempre, han preferido una explicación clínica: Paganini tenía el síndrome de Marfan que le volvía las coyunturas de los dedos más elásticas y por eso podía alcanzar tres octavas en una sola posición de la mano, maniobra jamás realizada por un violinista desde entonces. Pero eso, por verosímil que sea, tampoco es demostrable, dado el estado actual del cuerpo de Paganini, consistente seguramente en una montañita de polvo. Y finalmente, ¿cuál es más probable: que desde entonces nadie con el mismo síndrome haya decidido tocar el violín, o que ningún violinista haya usado desde entonces tripas humanas para sus cuerdas y haya encerrado en la caja de su violín las almas de su esposa y de su amante, asesinadas? Todo sentido común apunta a la segunda.