Hernán López Aya

Another brick

Hace unos días, con unos tequilas atravesados, decíamos con mi amigo Carlos Chávez que “los 80”, época musical que nos tocó, fueron una fortuna. Que nos debemos sentir privilegiados por haber disfrutado en la adolescencia de cosas como Soda Stereo, Guns N’ Roses, The Police y al mismísimo Wilfrido Vargas, entre muchos.

En la actualidad, centenares de plataformas especializadas nos permiten gozar de lo que, años atrás, grabamos en cintas de cromo o simplemente almacenamos en el cerebro para poder “tararearlo” y mezclarlo con la memoria, que en varios casos ha sido colectiva.

Y eso nos ha permitido recopilar, de manera milimétrica, lo que la vida nos puso en “el asador” y nosotros, sin dudarlo, le “pegamos el mordisco”.

Hagamos reminiscencia…

Cuando cursé mi segundo Décimo Grado, en el año 1989, comencé a ir a mis primeras fiestas, sin permiso de mis papás, porque la vida me lo permitió y las razones de mis escapadas harían parte de otro texto.

En ese año, en un sitio que se llamó “Urban”, un restaurante ubicado cerca a la famosísima discoteca Keops y que en la noche fungía como sitio de “desparche” de “billis”, futuros gomelos e incautos de la rumba, fui a mi primera fiesta de “Mini TK”. Pero ¿qué era una Mini TK? Era un espacio en el que un locutor juvenil reconocido animaba un festejo, durante seis horas, y tocaba las canciones que escuchábamos en las emisoras. Además, las luces, el humo y la bola con espejos pequeños que giraba y que ambientaban el rato eran de él. The Best Megafiestas, Nice y Río eran las compañías que hacían las delicias de todos nosotros.

Y uno pagaba por entrar a esa vaina, tomarse dos cervezas y salir oliendo a ambientador barato, que era la esencia que le metían a la máquina de humo. Ah, claro… También era el sitio de búsqueda incesante de relaciones interpersonales, hombre y mujer; y me imagino que en algunos casos, hombre con hombre y mujer con mujer…

¡Eran una maravilla!

De lunes a jueves el ahorro de la mesada era la prioridad. El viernes, la reunión con los amigos para planear la salida se acompañaba con algo de licor y planteamiento de retos. Y el sábado era el día de la fiesta.

Comenzaba a la una de la tarde y se acababa a las seis. Nosotros llegábamos en transporte público a los lugares, a las 12:30 del día, porque las filas daban vueltas a la manzana. Mientras que ubicábamos sitio, nos dábamos “caldo de ojo” y buscábamos a quien podría ser nuestra acompañante y, si nos iba bien, pues hasta la mamá de nuestros hijos.

Con frecuencia fui a tres sitios: “Seasons”, que quedaba en la calle 95 con carrera 15; La Casa del Gordo, un teatro de Ernesto “El Gordo” Benjumea, que quedaba en la 90 con 14 (si mal no estoy); y la inconmensurable y nunca bien ponderada “Discovery”, que quedaba pegada a la torre sonora de RCN Radio, en Teusaquillo, y que años después se volvió parte de esa torre sonora.

Si bien es cierto que la música era atractiva, más lo era el ritual de cortejo. Y este se convirtió en un gran desafío, sobre todo en Discovery.

La discoteca tenía entre sus atractivos tres pisos, grandes balcones, un ascensor con vidrios que daban a la pista de baile, que a su vez tenía un piso de cuadricula que alumbraba con diferentes colores, una bola de fiesta gigante y sillas estratégicamente ubicadas bajo luces tenues, que permitían el coqueteo y el ”hurto calificado” de besos a las amigas.

Mis amigos y yo, en esa temporada, fuimos dúctiles en el arte de “merenguear”, lo que nos significaba correr a toda velocidad, bajar escaleras casi a tumbos y llegar a la pista a invitar a bailar a una atractiva adolescente cuando “El Hombre Divertido”, “El Comején” o “Una Fotografía” sonaban.

Una que otra salsa también se bailaba, pero en ese ritmo nuestra experiencia adquirida fue años después. Como en esa época no existían los celulares, pues tocaba memorizar teléfono fijo o, en su defecto, pedirle el esfero al mesero y anotar el número en la palma de la mano, bajo el riesgo de que el sudor borrara la tinta y el amor de la vida se diluyera entre los recuerdos y el “motoso” en la buseta, de regreso a casa. Las fiestas en las casas de los amigos también fueron asaltadas por esta música; y disfrutadas de la misma manera, sin tanta carrera, pero con la misma emoción, el mismo cortejo y la compañía de la armonía inseparable. ¡Qué épocas!

En esa “bebeta” que mencioné al inicio de este texto, hablamos de una canción en especial. Hizo parte de la cortinilla de presentación de un programa que tuvo Tulio Zuluaga en la emisora Súper Stereo 88.9, que salía al aire los viernes por la noche, y en la que tocaba canciones de discoteca. Esas que grabamos con promoción del “Dj” y que replicamos en las rumbas. Y que eran el pretexto para encontrarnos, trasnochar y, si se podía, pasar todo el fin de semana juntos.

La buscamos incansablemente, con algo de alicoramiento, pero no la encontramos. Intranquilo por no lograrlo, días después insistí. Y el buscador que tengo me dio la alegría: Se llama “Another Brick” y fue creada por Laurent Wolf, un dj francés especialista en “tribal – house”, es decir, un revuelto de percusiones y folclor tribal. Tan pronto la escuché y comprobé que “si era”, la compartí. Chávez me dijo, después de ver el mensaje, “mano, se me aguaron los ojos”.

Pues a mi también. La toqué como 10 veces, mientras que llegaba a mi casa, y cuando llegué la toqué otras 10 veces. Los recuerdos me invadieron, al igual que la alegría de haber compartido, por más de 30 años, lo que llamo “amistad de infancia”. Y aún lo sigo haciendo.

¡Soy afortunado!

Acto seguido, la pasé al grupo de “llaves” del colegio y coincidimos en que es tremendo recuerdo y que hay que hacer una fiesta, con carácter urgente. Por este lado, también soy afortunado.

Creo que la música, sea cual sea, es uno de los mejores inventos, después de la rueda. Dense la oportunidad de disfrutarla y recordar. Anima y ayuda. Y sobre todo, acompaña.

Es uno de mis grandes “panas”

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Hernán López Aya
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