Sé que lo que voy a decir me puede hacer merecedor de calificativos como xenófobo, etnocentrista; simplista, por generalizar sobre un pueblo, y algunas cosas más nada agradables. Pero digámoslo pronto y claro: los coreanos son muy raritos. Hay excepciones, por supuesto. Yo mismo tengo buenos amigos coreanos, personas encantadoras y generosas…, que por alguna razón han decidido vivir fuera de su país.
Y aquí en esta columna, he ponderado la pasión por el estudio del pueblo coreano. Como buenos confucionistas sienten verdadera devoción por cultivarse y por aprender. La meta de todos los padres coreanos es que sus hijos ingresen a las mejores universidades del país que, además, están entre las mejores del mundo. Pero son raros, insisto; algo los conozco.
Todo esto viene a cuento por el delirio que hay entre los aficionados a las series televisivas con “El juego del calamar” que, según los datos que proporciona la propia productora, Netflix, es la de mayor éxito de todas cuantas ha hecho hasta hoy. No solo eso: los zapatos tenis que usan sus protagonistas se están vendiendo como pan caliente; una de sus heroínas, Ho Yeon-jung, es la imagen de varias marcas de lujo, el modelo de camioneta en que se desplazan los personajes de la serie está agotado, y así unas cuantas señales comerciales más que indican que estos nueve primeros capítulos van viento en popa en cuestión de audiencia.
Lo advierto, no voy a tener ninguna piedad con quien lea esto y no haya visto la serie, y tenga intención de verla: se trata de un juego en el que la gente se hace matar por obtener 40 millones de dólares. Los perdedores van siendo eliminados físicamente con crudeza delante de la cámara, con subidas dosis de sadismo y crueldad; y profusión de sangre, por supuesto.
No quiero entrar en los análisis que hoy se prodigan en todo el mundo de si es o no una metáfora de la sociedad capitalista; que si es un combate entre ricos y pobres, con estos últimos condenados a unas condiciones materiales tan miserables que están dispuestos a jugarse la vida a la ruleta rusa con tal de salir del pozo oscuro de su existencia. El creador de la serie, Hwang Dong-hyuk, parece que las pasó canutas en su momento, y que el producto de aquella no tan lejana penuria es esta fantasía televisiva.
Además de unas series edulcoradas y melosas, los productos audiovisuales que nos llegan de Corea suelen retratar también la otra cara de aquella melcocha: una sociedad dura en donde hay familias que viven en antiguos refugios antiaéreos, cuevas inhumanas que comparten con las ratas, como refleja la excelente película “Parásitos” de Bong Joon-ho, oscarizada en 2020. Y ahora nos llega este “Juego del calamar” en donde la gente pobre y con grandes dificultades económicas, está dispuesta a que le metan una bala en la frente tratando de hacerse con una inmensa tómbola repleta de fajos de wones, la moneda local.
Hubo un tiempo en que la muerte de un ser humano a manos de un semejante, ya fuese por un delito o como consecuencia de una sentencia judicial, inspiraba mucho respeto; esto no lo conocen las presentes generaciones, pero les juro que fue así. La imagen de un general survietnamita descerrajando un tiro en la sien de un prisionero maniatado cambió la percepción de los norteamericanos sobre la guerra de Vietnam. No cambió el destino del conflicto, porque la guerra continuó; pero aquella fotografía, que además ganó un Premio Pulitzer por ser algo absolutamente excepcional, hizo que muchos estadounidenses se cuestionasen la intervención de su ejército en esa guerra lejana. Eran otros tiempos.
Este producto cultural surcoreano que hoy nos ocupa viene de un país que ha sufrido mucho a lo largo de la historia. Muy pocos se cuestionan cómo es un pueblo encajonado por la geografía entre China, Rusia y Japón. No debe de ser fácil la cosa. Baste pensar que en la mitad de su territorio se encuentra hoy uno de los regímenes totalitarios más enigmáticos y extravagantes del mundo: Corea del Norte. De modo que esta distopia en donde matan gente como quien aplasta mosquitos hasta sería entendible si estuviese dedicada solo a entretener coreanos.
Pero que se haya convertido en un éxito mundial, también en Colombia en donde se mata desde siempre con gran soltura, no deja de parecerme una señal del tiempo estúpido que vivimos. Es como si asistiéramos a la muerte de la muerte, pero no deja de parecerme obsceno el espectáculo.
Antes se iba casi con certeza absoluta a la muerte por heroísmo, por honor, por ideales y por otro tipo de intangibles. En la imaginación de los creadores de esta serie hoy se va a la muerte por una tómbola repleta de papel moneda. No tardarán en aparecer imitadores en la vida real de esta fantasía y no faltarán mirones; siempre los ha habido, desde los que estuvieron al pie del cadalso para ver rodar la cabeza de Ana Bolena hasta los que presencian hoy una inyección letal en una cárcel norteamericana.
A mí la muerte me sigue inspirando respeto, y aunque escribo desde un país en donde la vida es muy barata y se la aprecia poco, percibir esta algarabía alrededor de “El juego del calamar” me hace sentir sencillamente rodeado de coreanos.