Colombia lleva años figurando en el poco halagador ranking de ser uno de los países que más madrugan en el mundo. Según datos recientes de la OCDE, un trabajador colombiano promedio comienza su jornada laboral a las 6:31 a.m. y acumula alrededor de 2.405 horas anuales. Lo paradójico es que esta jornada tan extensa no se traduce en productividad efectiva. Mientras que en países europeos con jornadas más cortas la productividad alcanza niveles superiores, en Colombia cada hora de trabajo aporta tan solo US$20 al PIB nacional, el indicador más bajo de toda la OCDE.
Esta contradicción entre tiempo dedicado al trabajo y baja productividad evidencia un modelo laboral desgastado, basado en la cantidad antes que en la calidad. Muchos colombianos se despiertan antes del amanecer y regresan a sus casas ya entrada la noche, sin ver reflejados en sus bolsillos o en su bienestar personal los resultados de ese gran esfuerzo. Esta situación nos obliga a preguntarnos qué estamos haciendo mal como sociedad y como Estado, y qué debemos cambiar para transformar esta dinámica perversa.
Uno de los factores determinantes en esta baja productividad es la informalidad laboral. Colombia sigue siendo uno de los países con mayores tasas de informalidad laboral en América Latina, superando en promedio el 60%. Esto implica que más de la mitad de la fuerza laboral no cuenta con garantías básicas como seguridad social, pensión, o estabilidad laboral. La informalidad genera una cadena negativa: al no tener condiciones dignas de trabajo, los empleados no cuentan con la motivación ni las herramientas necesarias para ser realmente productivos.
Adicionalmente, el sistema económico colombiano está marcado por una estructura poco diversificada, con baja inversión en innovación y tecnología. Las empresas, especialmente las pequeñas y medianas, siguen apostando a modelos laborales tradicionales, con pocas mejoras tecnológicas o inversiones en formación especializada. Mientras otros países avanzan hacia economías basadas en el conocimiento, Colombia permanece atrapada en ciclos de producción rudimentarios, limitando drásticamente la eficiencia y la competitividad.
Ahora bien, la salud mental de los trabajadores es otro tema que, aunque esencial, continúa siendo invisibilizado en nuestro país. De acuerdo con estudios recientes, alrededor del 35% de los trabajadores colombianos sufren de estrés laboral crónico, ansiedad o depresión. Estas afecciones se reflejan en altos índices de ausentismo laboral y baja productividad. Sin embargo, las empresas y el Estado aún no priorizan la atención y prevención de problemas de salud mental como parte central de las políticas laborales, lo que empeora esta situación.
La precariedad en las condiciones laborales se agudiza cuando analizamos aspectos relacionados con el descanso y la desconexión laboral. Muchas empresas colombianas aún mantienen prácticas obsoletas que valoran más las horas extras que la eficiencia en la jornada regular, promoviendo indirectamente un modelo laboral que prioriza estar más tiempo en la oficina antes que el rendimiento efectivo. Esto produce agotamiento, deterioro físico y mental, y disminución en la productividad real.
Frente a este panorama desalentador, el gobierno colombiano ha presentado recientemente una reforma laboral que busca atacar estos problemas estructurales. Entre las propuestas más importantes está la reducción gradual de la jornada laboral, pasando de 48 a 42 horas semanales. Esta medida, aunque ha sido bien recibida por sectores progresistas y sindicales, también ha generado rechazo por parte de algunos sectores empresariales que ven en ella un posible impacto negativo sobre la competitividad.
La reforma también plantea mejorar las condiciones laborales para trabajadores informales y aquellos que prestan servicios mediante plataformas digitales. La intención es formalizar estos empleos y brindarles derechos laborales básicos como seguridad social, vacaciones y pensiones. Sin embargo, existen serias dudas sobre cómo se implementará esta formalización y quién asumirá los costos asociados. El debate sigue abierto, y mientras tanto, millones de trabajadores siguen operando en condiciones precarias y sin certezas.
Un factor clave para mejorar la productividad laboral es la inversión en capital humano. Colombia sigue rezagada en materia educativa, especialmente en formación técnica y profesional. La falta de programas de capacitación y actualización constante limita enormemente la capacidad de los trabajadores colombianos para adaptarse a nuevas tecnologías y procesos productivos más eficientes. Sin inversión en educación técnica, será imposible avanzar hacia un modelo económico basado en la productividad.
Paralelamente, es imprescindible mejorar las condiciones laborales en sectores tradicionalmente vulnerables, como agricultura, construcción, comercio informal y servicios domésticos. Estos sectores, aunque emplean una gran cantidad de población, permanecen estancados en dinámicas laborales precarias, lo que limita enormemente cualquier posibilidad de mejorar en productividad y eficiencia.
Además, es indispensable abordar el problema de la salud mental desde un enfoque integral. Actualmente, en Colombia menos del 10% de las empresas ofrece apoyo psicológico o emocional a sus trabajadores. La promoción de ambientes laborales saludables no es un gasto, sino una inversión estratégica que impacta directamente en la productividad, el clima organizacional y la calidad de vida de las personas.
Para lograr cambios efectivos, las políticas laborales deben ir acompañadas de un fuerte compromiso del sector empresarial. Las compañías deben entender que mejorar condiciones laborales y apostar por la salud mental no solo es un acto ético, sino también rentable a largo plazo. La evidencia internacional ha demostrado ampliamente que empleados felices y descansados producen más y mejor.
Otro tema pendiente es la regulación efectiva de las horas extras y del trabajo nocturno. Aunque Colombia tiene una legislación laboral robusta en teoría, la fiscalización es débil, permitiendo abusos constantes en términos de horarios y sobrecargas laborales. Fortalecer los organismos de control y aplicar sanciones efectivas puede contribuir sustancialmente a mejorar las condiciones laborales y, por ende, la productividad.
También es fundamental que la transición tecnológica sea inclusiva. Muchas empresas temen que la incorporación de tecnología signifique pérdida de empleo. Por el contrario, una transición tecnológica bien planificada, acompañada de formación continua, podría mejorar sustancialmente la eficiencia sin desplazar trabajadores, preparándolos para funciones más estratégicas y menos repetitivas.
En el debate público actual, la polarización política ha dificultado un diálogo constructivo sobre la reforma laboral. Urge una conversación amplia y responsable entre empresarios, trabajadores, gobierno y academia, que permita definir prioridades comunes. El bienestar laboral y la productividad deben ser objetivos compartidos, no causas de enfrentamiento político.
Igualmente, la reforma debe tener una perspectiva territorial. Las realidades laborales en las grandes ciudades son distintas a las de las regiones rurales. Cualquier política laboral eficaz debe considerar estas particularidades para ser verdaderamente inclusiva y efectiva en todo el país.
Además, se debe enfatizar en la dignificación del trabajo femenino, reduciendo la brecha salarial y promoviendo políticas específicas de conciliación entre la vida laboral y familiar. Colombia sigue estando en deuda con sus trabajadoras, quienes enfrentan condiciones especialmente precarias en comparación con sus pares masculinos.
Finalmente, la implementación efectiva de una jornada laboral más corta debe acompañarse de un cambio cultural profundo. De nada sirve reducir las horas laborales si seguimos privilegiando estar presente en la oficina antes que los resultados reales del trabajo. Es hora de construir una cultura laboral basada en resultados concretos y no en apariencias.
Colombia tiene la oportunidad histórica de transformar su modelo laboral hacia uno más justo, saludable y productivo. Pero para lograrlo, necesitamos superar resistencias, asumir responsabilidades compartidas y entender que mejorar las condiciones laborales no es una concesión, sino una obligación ética, social y económica. Nuestro futuro económico y social depende, más que nunca, de nuestra capacidad de hacer esta transformación ahora.