Iniciada una nueva legislatura, la reforma a la salud vuelve a ocupar el centro del debate político. El gobierno del presidente Petro insiste en sacar adelante un proyecto estructural para transformar el sistema, pese a las resistencias técnicas, fiscales y legislativas. La promesa de universalizar el acceso y fortalecer la atención primaria suena atractiva, pero choca con una realidad que exige más que voluntad política: requiere planeación, capacidad operativa y sostenibilidad financiera. El contexto actual no parece el más propicio para improvisaciones.
El sistema de salud colombiano, que ha logrado coberturas superiores al 95%, enfrenta desafíos históricos como el déficit en zonas rurales, la precarización laboral del talento humano y las deudas acumuladas con hospitales y clínicas, que ya rondan los $20 billones. Hoy el Estado administra directamente más del 50% del sistema, lo cual debería encender las alarmas sobre su capacidad real para asumir más responsabilidades. La improvisación puede salir costosa, no solo en términos económicos sino también en vidas humanas.
A esto se suman advertencias de gran calado. Varios exministros y exviceministros de salud advirtieron mediante una carta pública que la reforma no cuenta con un análisis técnico riguroso del impacto fiscal. En un país que destina el 7,7% de su PIB al sector salud, jugar con su sostenibilidad sin cálculos confiables es irresponsable. Sin reglas claras sobre el flujo de recursos y sin definir fuentes nuevas, lo que se plantea es una estatización sin garantías ni estructuras sólidas que la respalden.
El fracaso del trámite legislativo en la pasada legislatura mostró que no basta con las mayorías precarias. La fragmentación política y la polarización ideológica han hecho que el debate se aleje del interés público. La salud, que debería unirnos, se ha convertido en una bandera de confrontación, donde los argumentos técnicos pierden terreno frente a los discursos cargados de dogmas. Esta desconexión entre el Ejecutivo y el Congreso podría volver a sepultar la iniciativa.
Por su parte, la Asociación Colombiana de Hospitales y Clínicas ha reiterado que el país necesita una reforma, pero no la que propone el gobierno. Desde su perspectiva, el proyecto concentra excesivo poder en el Estado, sin resolver los problemas estructurales como la oportunidad en los pagos, la calidad del servicio, la articulación territorial o la autonomía institucional. La respuesta gubernamental ha sido desoír las alertas y seguir adelante con un modelo que no convence ni a los propios prestadores.
Tampoco son alentadores los datos de desempeño. La Superintendencia Nacional de Salud ha identificado deficiencias en la operación de varias EPS intervenidas por el Estado. Se registran demoras en atención, glosas en facturación, falta de acceso a especialistas y desorganización administrativa. Aun así, el gobierno insiste en que el modelo público es la solución, cuando la evidencia muestra que ni siquiera se han podido gestionar adecuadamente los usuarios ya asumidos.
En medio de este contexto, sectores políticos como el Partido Conservador, a través del senador Efraín Cepeda, han señalado que la reforma tiene un “tufillo electoral”. No es casual que en un año preelectoral el gobierno mantenga viva la narrativa de transformación estructural, sin que los proyectos avancen en el Congreso. Se corre el riesgo de que la salud se instrumentalice políticamente, mientras los usuarios siguen enfrentando un sistema fragmentado y debilitado.
La desconexión también se evidencia en la falta de pedagogía. La ciudadanía ha sido excluida del debate, y el lenguaje técnico ha impedido una comprensión masiva del impacto de la reforma. Aunque se han hecho audiencias, no ha existido un verdadero ejercicio de concertación con actores del sistema ni campañas de información efectivas. En lugar de eso, se ha fortalecido una narrativa polarizante que reduce el debate a “neoliberales vs. estatistas”, lo cual empobrece el análisis.
La presión en el sistema no da tregua. Con una deuda creciente, incertidumbre regulatoria y falta de claridad sobre quién asume qué funciones, los hospitales y clínicas han comenzado a advertir sobre la inviabilidad financiera de seguir operando. La falta de liquidez afecta directamente la contratación de personal, la compra de insumos y la atención oportuna. No se trata de un escenario hipotético: el colapso ya comenzó en varias regiones del país.
No se puede ignorar que el Estado colombiano tiene una débil capacidad de implementación en muchas zonas. Pensar en un modelo centralizado cuando hay regiones con déficit de infraestructura, falta de talento humano y limitaciones geográficas es, en el mejor de los casos, ingenuo. En el peor, es irresponsable. Una reforma que no contemple un enfoque territorial y diferencial está condenada al fracaso, por más buenas intenciones que tenga su narrativa.
Asimismo, la nueva ley de salud mental, sancionada en junio, deja ver una paradoja: se promulgan principios ambiciosos de dignidad, derechos y atención integral, mientras se desfinancia el sistema que debería implementarlos. Actualmente, Colombia cuenta con apenas 1.200 psiquiatras para más de 50 millones de personas, y el déficit de camas para salud mental bordea las 6.000 unidades. ¿Cómo se garantizarán los derechos consagrados si no se invierte en capacidad instalada?
Otro tema crítico es la precarización laboral del personal de salud. Más del 50% trabaja con contratos por prestación de servicios, sin garantías de estabilidad ni protección social. Una verdadera reforma debería comenzar por dignificar al talento humano, dotarlo de condiciones para prestar un servicio humanizado y evitar la fuga de cerebros hacia el exterior. Nada de esto se aborda en el articulado actual, lo que refleja la desconexión con la realidad del sector.
La reforma, tal como está concebida, no establece incentivos claros a la innovación, la tecnología o la prevención. Estos elementos son fundamentales en un sistema moderno de salud que quiera superar el modelo curativo y orientarse hacia la atención primaria en salud. Invertir en prevención cuesta menos y salva más vidas, pero parece ser un aspecto marginal en las prioridades del gobierno actual.
Los países que han hecho reformas estructurales exitosas, como Brasil con su SUS o Reino Unido con el NHS, lo han hecho en plazos largos, con pilotos, consensos sociales amplios y marcos legales sólidos. Aquí se pretende transformar todo en una sola legislatura, con un Congreso fragmentado y sin respaldo técnico suficiente. El resultado es previsible: improvisación, colapso y frustración social.
El Congreso tiene ahora una nueva oportunidad. No puede seguir actuando como un espectador pasivo ni como un bloque anti-gobierno sin propuestas. Su responsabilidad es deliberar, corregir, construir consensos y anteponer el interés público al cálculo partidista. Este es un momento para la madurez política, no para las vanidades ideológicas. La salud debe volver a ser un tema técnico, no un pulso de poder.
La reforma a la salud es necesaria, pero no a cualquier costo. No es viable imponer un modelo sin financiamiento, sin respaldo institucional, sin evaluación previa y sin participación ciudadana. Aún estamos a tiempo de corregir el rumbo, de escuchar a los actores del sistema y de construir sobre lo construido. Todo lo contrario sería dar un salto al vacío con los ojos vendados.
El gobierno tiene una responsabilidad ética y política con el país. Reformar no es imponer, es liderar desde la escucha, desde la humildad técnica y desde la prudencia fiscal. El sistema actual, con sus fallas, ha permitido avances en cobertura, reducción de la mortalidad infantil y control de enfermedades transmisibles. No se puede arrasar con todo sin tener un plan B que funcione.
Como sociedad, debemos exigir debates serios, cifras claras y escenarios de transición. No podemos seguir en el terreno de la incertidumbre, donde cada semana se improvisa una nueva fórmula sin resultados tangibles. Reformar es un verbo noble, pero peligroso cuando se conjuga sin evidencias ni responsabilidad.
La salud no puede ser campo de batalla ideológica. Es un derecho humano fundamental y, al mismo tiempo, un sistema técnico que requiere eficiencia, calidad, equidad y financiación. Convertirlo en una bandera electoral o en una revancha política es traicionar su verdadera esencia.
Al final, lo que está en juego no es solo un modelo de aseguramiento, sino la vida y la dignidad de millones de colombianos. Este no es un debate de redes sociales ni de aplausos parlamentarios. Es un debate de país, que exige la mayor seriedad posible por parte de todos los actores.