Como “Medianoche en París” (Parte 1)

Los locos años veinte se vivieron con más intensidad en París que en cualquier ciudad del mundo. Y fueron locos, locos, locos. El fin de una absurda guerra fue recibido por los jóvenes con entusiasmo y frenesí. Junto al soldado desconocido, fueron años de miseria los que quedaron enterrados en el Arco del Triunfo. El dolor se vivió en privado mientras se le iba relegando al olvido. Sabemos bien que resulta más contagiosa la alegría que el sufrimiento, fácilmente reímos cuando vemos a otros hacerlo, pero poca empatía sentimos ante las lágrimas ajenas. 

La fiesta se convirtió en el sello de la época. Las maneras de vestirse como también -¡Cómo no!- la de desnudarse cambiaron; aquello de vicios privados y virtudes públicas dejó de ser un mandamiento. Tanto el pasado como el futuro quedaron en suspenso. El horror vivido contrastado con la embriaguez de la victoria, impedía vislumbrar que el destino lo multiplicaría pocos años después.

Los artistas de distintos países, tanto como los intelectuales, vieron en París su Meca. Entre ellos uno joven y desconocido, escultor en ciernes, originario de un pueblo incrustado en la cordillera colombiana que se encuentra muy cerca a la Laguna de Fúquene, lugar sagrado del pueblo Muisca, viajó a ese París en donde esculpió una escultura que representa a una diosa muisca llamada Bachué o Furachogua que significa “mujer buena”. París era un excelente lugar para homenajear a una deidad femenina, donde las mujeres de la época, luego de habérselas arreglado solas mientras sus maridos, amantes, hijos, sobrinos, nietos o amigos estaban metidos en las trincheras, no se contentarían con retomar su antiguo papel sumiso y un lugar reducido a la casa. Por el contrario, fueron las protagonistas de la fiesta con sus llamativos escotes, sus faldas recortadas, su exuberante maquillaje y su actitud desenvuelta.

El joven escultor, de nombre Rómulo Rozo, representó una figura que tiene tanto de muisca como de egipcia, de diosa hindú como de deidad precolombina, pero sobretodo me ha llamado la atención recientemente su proximidad con el estilo que se imponía, el Deco que fue en la primera mitad del siglo XX el equivalente al Pop en su segunda mitad. El Art Deco se impuso tanto en la decoración, en la arquitectura y en la moda, tentando a pintores y, especialmente, a los escultores de la época. 

El resultado fue una pieza indiscutiblemente decorativa concebida -según algunos, porque hay quienes afirman que fue comprada al que la había encargado- para ser el centro de un pabellón de estilo incierto -barroco tardío español… o lo que sea- transformado con elementos escultóricos en un templo masónico gracias a la ingeniosidad de Rozo -o tal vez de… quién sabe quién- que se ha vuelto motivo de mis cuitas y que pretendo llevar a Londres como centro -de nuevo el centro- de un montaje dentro de una curiosa feria de arte de una, más curiosa aún, galería.

Muy poco, o casi nada, se sabe de la vida de Rozo en París, apenas que tuvo un encuentro con el también escultor, Marco Tobón Mejía y el pintor Eladio Vélez. Allá se casó con Ana Kraus, con quien tuvo tres hijos. Se especula que estaba apadrinado por políticos liberales masones. 

Vale la pena anotar que el término “América Latina” fue utilizado por primera vez en 1856, acuñado por el escritor colombiano José María Torres Caicedo. Desde ahí nos reconocemos y nos reconocen como latinoamericanos. También que, gracias a los puestos diplomáticos y el mecenazgo de personas inmensamente ricas procedentes de América Latina, algunos privilegiados “artistas latinoamericanos” lograron su sueño de vivir los locos años veinte en París, la “Ville lumière”, y centro mundial de las artes. 

Me sigo preguntando cómo llegó Rómulo Rozo a París y quienes fueron sus mecenas.

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