Colombia, tierra de café, fútbol… y reinados de belleza. Durante décadas el Reinado Nacional de la Belleza en Cartagena fue una especie de sacramento transmitido por televisión a todo el país. vestidos de gala, entrevistas relámpago que tenían por respuesta la unión de Sócrates con un trend de TikTok en 30 segundos y el suspenso de la corona. Era, al menos, un espectáculo.
Hoy, en cambio, tenemos Miss Universo Colombia, un reality show con menos brillo que un bombillo ahorrador. La producción televisiva parece salida de un canal local en pruebas y el glamour se diluye en transmisiones que, si uno cambia de canal, fácilmente se confunden con un live de Instagram de un influencer en vacaciones.
Porque sí, lo que antes se vendía como “la gran noche de coronación” ahora tiene más pinta de “la gran tanda de comerciales mal editados”. Y lo más irónico es que, en plena era del 4K, la transmisión parece grabada con un Nokia del 2005. Además de lo anterior, la organización decidió, para la cita en 2025, dar un toque musical al certamen. Así llegó Altafulla, nuestro Justin Timberlake versión regional, para darle “nivel” al show. El cantante irrumpió en escena entre brillos y humo artificial, intentando recrear la magia de los desfiles de Victoria’s Secret, pero terminó pareciendo más bien el cierre musical de un reinado departamental. La coreografía, eso sí, fue un poema visual, un mix entre pasarela, videoclip y fiesta de 15 años.
Lo triste o lo divertido, según el humor del día es que hemos pasado del reinado como símbolo de estatus social, turístico y cultural, a un producto que parece diseñado para entretener al algoritmo más que a la audiencia. El formato cambió pues ya no importa tanto la corona como las lágrimas, las intrigas de camerino y los clips editados como si fueran episodios de La Casa de los Famosos. En los noventa, Colombia se paralizaba con la elección de la Señorita Colombia; hoy, si no fuera por la red social X, nadie se enteraría de que este certamen existe. La transformación es evidente, lo que era tradición se volvió tendencia, lo que era espectáculo se volvió contenido, y lo que era orgullo nacional ahora es un show reciclado en clave de reality barato.
Antes, los patrocinadores del reinado eran aerolíneas, marcas de relojes suizos o vehículos de alta gama. Su presencia en pantalla era un recordatorio del estatus del evento. Hoy, el carrusel de patrocinadores parece una curaduría de un market place de Instagram. La faja reductora que promete milagros, el suplemento vitamínico de un emprendimiento local y, por supuesto, la infaltable casa de apuestas que te invita a apostar por tu favorita. El premio mayor ya no parece ser un carro último modelo, sino un contrato de un año como imagen de un alisado de keratina y un bono para canjear en procedimientos estéticos. El glamour se ha democratizado tanto que ahora huele a descuento de Televentas.
Y es que, si antes las reinas representaban departamentos, hoy representan engagement. Las misses ya no desfilan por Cartagena, sino por el algoritmo: su pasarela es el feed, su corona son los likes y su discurso final debe caber en un reel de 15 segundos con subtítulos automáticos. El verdadero jurado no está en primera fila, sino detrás de una pantalla, con el dedo listo para deslizar si la candidata no genera suficiente emoción.
¿Qué se está coronando exactamente?. ¿La belleza, la popularidad o la capacidad de generar contenido viral? Tal vez, sin darnos cuenta, pasamos de medir el encanto por la sonrisa a medirlo por la tasa de retención del video.
Al paso que vamos, en unos años la corona se entregará por votación en TikTok y con un filtro de mariposas en la pantalla. Cuando la ganadora llore, lo hará no por emoción, sino porque el algoritmo detectó su rostro y le activó la opción de “lágrimas con glitter”.