El domingo murió la constitución de Augusto Pinochet, pero no ganó ninguno de los partidos políticos que vienen concursando por el poder desde que el dictador salió en 1990.
La participación de 50,8 por ciento del padrón electoral, aunque menor de lo que se pensó viendo las largas filas a la entrada de los centros de votación (la distancia social las prolongaba), fue la más alta desde 2012. Un 78,3 por ciento de los chilenos que votaron, lo hicieron a favor de una nueva constitución y un 79 por ciento de ellos se manifestó partidario de que su confección quede a cargo de una Convención Constituyente compuesta solo por políticos sino también por ciudadanos especialmente electos para esta tarea.
Fue aplastantemente rechazada la idea de que esa nueva carta fundamental sea negociada por los parlamentarios.
Si algo dejó en claro esa ciudadanía que salió a las calles desde octubre de 2019, fue la inmensa distancia que sentía respecto de las élites políticas, tanto de gobierno como de la oposición. Cuando salimos a las calles, la indignación social concentró sus dardos en el presidente, Sebastián Piñera, como símbolo no solo del poder político, sino también del económico.
Piñera es un hombre millonario de Chile, un país donde la riqueza se halla en poquísimas manos, otro de los grandes motivos de las protestas masivas que llevaron al referéndum del domingo.
El resultado plantea un reto inmenso que pondrá a prueba la capacidad de apertura de un sistema de partidos envejecido, deslegitimado y desligado de la discusión comunitaria. Lo que aquí se está reclamando no es solo el fin del sistema neoliberal impuesto por los Chicago Boys durante la dictadura pinochetista y dulcificado por los gobiernos de la alianza de partidos que conformaron lo que se llamó la Concertación —con su indefensión social y glorificación de la competencia por sobre la gente—, sino también una actualización democrática en el más amplio sentido: una redistribución del poder que reconozca los cambios vividos en nuestra colectividad a lo largo de estas décadas.
El desafío no es menor, porque son esos mismos partidos encapsulados quienes tendrán las mayores posibilidades de poner a sus representantes en la futura Convención Constituyente.
Según la ley actual, es muy difícil que un independiente consiga entrar por su cuenta, de manera que quedará en sus manos hacer los esfuerzos necesarios para que estos puedan hacerlo.
Hubo pocos desórdenes callejeros durante la jornada plebiscitaria, a diferencia de la semana anterior, cuando fueron quemadas dos iglesias en medio de la conmemoración del primer aniversario del estallido social en octubre de 2019. Aquella vez ardieron completamente una veintena de estaciones de metro y más de cuarenta fueron destruidas parcialmente.
Días después, Sebastián Piñera declaraba: “Estamos en guerra contra un enemigo poderoso, implacable, que no respeta a nada ni a nadie y que está dispuesto a usar la violencia y la delincuencia sin ningún límite, que está dispuesto a quemar nuestros hospitales, el metro, los supermercados, con el único propósito de producir el mayor daño posible”.
Según un reportaje reciente de El Mostrador, esta declaración de guerra la habría motivado un informe del ministro de Defensa, según el cual “las inteligencias venezolana y cubana habían estado gestando una ‘ofensiva insurreccional para Chile’”, pero una semana más tarde, más de un millón de personas salieron a marchar por la capital, evidenciando que el malestar ciudadano iba mucho más allá de cualquier teoría conspirativa.
Esas manifestaciones, que incluyeron cacerolazos, protestas pacíficas en plazas, saqueos, quemas de micros y destrucción del inmobiliario público, llevaron a que el 15 de noviembre de 2019 los partidos políticos —con excepciones, aunque más tarde todos se sumarían— llamaran a un Acuerdo por la Paz Social y una Nueva Constitución.
Pese a su bajísima representación ciudadana, estos partidos entendieron que el llamado a un proceso constituyente era el mejor camino para encauzar un descontento que acontecía fuera de su control.
Los chilenos dieron este domingo una muestra de civismo que contradijo a la polarización tuitera, y que aisló a las violencias anarquistas y delincuenciales que habían vuelto a ganarse las primeras planas de los noticiarios en la última semana.
Los jóvenes recuperaron el protagonismo perdido luego de la vuelta a la democracia en 1990 y los festejos, una vez conocidos los resultados, recordaron las décadas atrás, cuando todavía en las elecciones parecían haber cosas importantes en juego.
La ciudadanía chilena ya sabe que puede hacerse escuchar más allá de los viejos controles institucionales y de la voluntad de sus élites. Ningún partido, ningún líder, ninguna organización asumió su vocería de las protestas. El plebiscito que acabamos de vivir fue forzado por ella mediante mecanismos enteramente nuevos, hijos de su tiempo y sus nuevas tecnologías.
Solo en las tres comunas con más altos ingresos de la capital y en las que vive la inmensa mayoría de nuestra clase dirigente —además de Colchane, un pueblo de poco más de 1500 habitantes, y la Antártica, donde solo reside una decena de militares— ganó la opción del rechazo.
Si la convención constitucional es capturada por ellos y no se hace un esfuerzo radical por salir a buscar la representación de esos mundos que salieron a las calles durante los meses del estallido social, toda la felicidad que hoy se respira en el país se podría volver frustración.
La democracia representativa se haya en crisis en todas partes, pero nada demuestra que haya un buen reemplazo para ella. Y, por esa razón, Chile estará bajo la mirada atenta de un mundo que, en cada lugar a su manera, cuestiona la maquinaria del poder y su toma de decisiones.
El reto es inmenso y apasionante: buscar una solución democrática, participativa e inclusiva (la Convención Constituyente será paritaria pero falta acordar las cuotas de participación de los pueblos indígenas) para contribuir a la convivencia de las múltiples culturas y realidades desatendidas. Ya no se trata solo de un tema de justicia: la estabilidad, el desarrollo y el progreso futuros dependen de que las grandes mayorías nacionales se sientan partícipes y responsables de un contrato social que las implica y considera.
Será tarea de la sociedad civil en su conjunto mantenerse atenta y opinante. Así como supo doblegar la inercia de un modelo político-social que la invisibilizaba, debe forzar a esos partidos a darle el lugar que merece y que le corresponde en este nuevo acuerdo comunitario que viene a cerrar una etapa de nuestra historia cargada de dolores, logros, carencias y pasado.