Heidy Sánchez Barreto

Abogada de la Universidad Libre, especialista en derecho ambiental y cursa maestría en derecho constitucional de la Universidad Externado de Colombia. Se reconoce como una mujer feminista y antimilitarista, que representa desde el Concejo de Bogotá a las nuevas generaciones de la Unión Patriótica, partido del cual es su presidenta a nivel distrital.

Heidy Sánchez Barreto

El negocio inmobiliario florece, pero el derecho a la vivienda se marchita

Bogotá enfrenta una de las crisis de acceso a la vivienda más graves de su historia reciente. El sueño de tener casa propia se ha vuelto inalcanzable para la mayoría de los hogares bogotanos, debido a un mercado inmobiliario desbordado que multiplica los precios de la vivienda muy por encima del crecimiento de los salarios. Esta situación ha convertido la vivienda en un bien de lujo, excluyendo a amplios sectores sociales y, en particular, a los más vulnerables, que pese a su voluntad de adquirir vivienda se enfrentan a barreras estructurales de ingreso, calidad y crédito.

A ello se suma un déficit habitacional y de calidad que no corresponde a las unidades proyectadas en el POT de Claudia López, unidades que debían materializarse en su mayoría en soluciones de Viviendas de Interés Prioritario y de Interés Social  (VIP y VIS), viviendas que, en la práctica, contienen múltiples problemas de calidad, hacinamiento y endeudamiento para las personas de escasos recursos, evidenciándose cómo prima entonces un modelo de política habitacional que prioriza la rentabilidad del sector constructor sobre el derecho constitucional a una vivienda digna.

Comprar casa propia dejó de ser una posibilidad real para la mayoría de los hogares capitalinos, no por falta de deseo, sino porque el mercado inmobiliario ha alcanzado niveles de inaccesibilidad que superan incluso los estándares internacionales de la ONU. El problema central está en que los precios crecen tres o cuatro veces más rápido que los salarios, y las familias se ven obligadas a destinar buena parte de sus ingresos a pagar arriendo, sin posibilidad de ahorrar para la cuota inicial de una vivienda propia.

El precio promedio del metro cuadrado en Bogotá está por encima de ciudades como Medellín, Cartagena y Cali, llegando hasta los $9,8 millones, lo que significa que para una vivienda de 60 metros cuadrados hay que pagar un valor de $588 millones, valores impagables para las clases más vulnerables de la ciudad. Para financiar el 70% de este valor con un crédito hipotecario a 20 años, se necesita un promedio de ingreso mensual líquido de $13,2 millones. El ingreso es gigante si se tiene en cuenta que este monto es el 182% mayor que el ingreso promedio de las parejas bogotanas. En la práctica, la mayoría de los hogares quedan automáticamente excluidos del acceso al crédito.

Adicionalmente, se ha mencionado de manera reiterada que los jóvenes no compran vivienda porque prefieren arrendar o invertir en otros bienes, lo cual es completamente falso, la realidad es que el mercado inmobiliario en Bogotá es inaccesible para su población y mucho más para la juventud. La evidencia muestra que, aunque la intención de compra existe, el obstáculo está en la incapacidad real de las familias para cubrir la cuota inicial.

En promedio acceder a este tipo de viviendas equivale a cuatro años completos de ingresos de un hogar. No se trata de una decisión voluntaria, sino de una imposibilidad económica estructural.

El déficit habitacional es otra cara del problema, pues de acuerdo con el POT de Bogotá, se necesitarán más de un millón de viviendas nuevas entre 2022 y 2035, de las cuales unas 777 mil deberían ser VIP y VIS. Además, que sean viviendas VIP o VIS no garantiza que la clase vulnerable pueda acceder a ellas por las brechas que presenta el sistema financiero para acceder al crédito frente a los pocos ingresos que se reciben, pues para que se pueda acceder a una vivienda con subsidios se debe de ganar mínimo alrededor de 4 salarios mínimos, lo cual desconoce que en Bogotá alrededor de 800 mil personas están en condiciones de pobreza y pobreza extrema. 

Por ello, a pesar de que el Distrito entregue subsidios entre 10 y 30 salarios mínimos que se aplican como parte de la cuota inicial, los problemas aparecen al analizar la sostenibilidad del financiamiento, haciendo que los subsidios terminen es beneficiando a las constructoras, más que a las familias vulnerables. Por ejemplo, una familia que gana dos salarios mínimos ($2,8 millones mensuales) y busca una vivienda VIS que al 2025 está en $226 millones, con subsidios los combinados del Distrito y la Nación se podría otorgarle $52 millones para la adquisición de la misma, por ende, solo debería adquirir un crédito por $174 millones, lo que dejaría una cuota promedio de $2 millones para pagar el crédito a una tasa promedio anual del 12%. Es decir, casi el 100% de sus ingresos se tendrían que destinar a la adquisición de vivienda.

Todo esto, sin mencionar las múltiples quejas de las personas que logran acceder a este tipo de viviendas (VIP o VIS), principalmente relacionadas con la mala calidad en la construcción, fallas estructurales, uso de materiales inadecuados para las condiciones del terreno o del clima, deficiencias en la prestación de los servicios públicos y la reducción extrema de los espacios habitables. En consecuencia, muchas familias vulnerables terminan viviendo en miniapartamentos sin las condiciones mínimas necesarias para que se les garantice habitar una vivienda digna.

En conclusión, muchas familias no pueden acceder a una vivienda digna en Bogotá, y quienes lo hacen entran en un escenario de alto riesgo financiero, donde cualquier pérdida de empleo, enfermedad, entre otras, puede llevarlas a la mora y en última instancia a perder la vivienda. A pesar de que Bogotá se proyecta como una ciudad moderna y competitiva, más de la mitad de sus habitantes se ven condenados a vivir en arriendo permanente, sin posibilidad real de acceder a una vivienda propia. Incluso con subsidios, el modelo actual traslada el peso de la solución al endeudamiento de las familias, fortalece el negocio financiero y de las constructoras en lugar de garantizar el derecho constitucional a la vivienda digna. 

Por ello, es imperante que se empiecen a impulsar las correspondientes modificaciones a la ley 3 de 1991 que crea el Sistema Nacional de Vivienda de Interés Social, en donde sea el Estado el proveedor directo de la vivienda y que esto no se intermedie a través de privados. Adicionalmente, es necesario que se empiecen a promover programas de autoconstrucción asistida, donde las comunidades puedan edificar sus propias viviendas con acompañamiento técnico, financiero y jurídico del Estado.

Por último, la planificación urbana debe de realizarse con base en las necesidades de las poblaciones, no en favor de los grandes capitales, asegurándose así que la vivienda digna deje de ser un privilegio y se convierta en un derecho efectivo para todas y todos los habitantes de la ciudad.


 

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Heidy Sánchez Barreto
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