El Paro ante el mundo

Muy pronto, el paro iniciado el 28 de abril llamó la atención de la comunidad internacional. No era de extrañar. Primero, porque Colombia es una democracia liberal abierta al escrutinio público en la que la transparencia, los derechos humanos y las libertades de expresión inspiran la vida política. Segundo, porque la violencia que ha afectado a nuestra nación es vigilada desde hace varias décadas por gobiernos, académicos y periodistas extranjeros, organismos multilaterales y ONGs internacionales. Esta supervisión -que esta semana encarnó en la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos-, bueno es recordarlo, se ha profundizado con la presencia permanente de la Oficina de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos desde 1998 y los sucesivos intentos de paz con grupos armados ilegales, al punto que la implementación del acuerdo Santos-Farc es monitoreada por una misión de la misma organización establecida por el Consejo de Seguridad. 

Con este antecedente, era impensable que agencias de derechos humanos y otros Estados guardaran silencio ante la ola de vandalismo y destrucción desatada en el marco del paro. Sin desconocer que hay razones para reclamar a las autoridades públicas corregir desequilibrios sociales incubados desde mucho antes que Iván Duque se hiciera Presidente y reiterando que reunirse para manifestarse pública, pacífica y libremente es un derecho democrático que debe ser respetado, es justo también reconocer los dolorosos costos humanos y los multimillonarios costos materiales del paro: casi 30 personas fallecidas, más de 2000 lesionados, denuncias de violencia sexual, tortura, desaparición forzada y secuestro y alrededor de 5000 bienes públicos y privados dañados en relación con las protestas, aproximadamente 15 billones de pesos perdidos, los ilegales e inhumanos bloqueos, la reducción del abastecimiento en 9.7%, el aumento del precio de los alimentos (6,76% en mayo) y la fractura profunda entre colombianos. Sin rodeos, era imposible que el mundo ignorara la magnitud y el impacto del paro.    

No incomoda la intranquilidad genuina, objetiva e imparcial por la situación en Colombia. Pero sí duelen el desvelo selectivo, la simplificación de la realidad nacional y la instrumentalización del dolor y los derechos humanos, como si éstos no fueran iguales e inherentes para todos sino privilegio de los amigos de la burocracia humanitaria y los activistas profesionales.   

De ahí la importancia de que los organismos encargados de documentar lo sucedido durante el último mes y medio conozcan fielmente los hechos y establezcan un diálogo incluyente con todos los sectores de la sociedad, en particular con los más representativos, como la delegación del Centro Democrático que viajó a Washington en nombre del Partido, el mismo partido del Presidente Iván Duque, escogido por la mayoría de colombianos para dirigir el país entre 2018 y 2022; el partido más votado en las últimas elecciones legislativas; el partido con la bancada más joven y el mayor número de mujeres en el Congreso de la República. Esta conversación debe servir para que la opinión pública comprenda a cabalidad algunas verdades que, aunque impopulares para algunos sectores, son hechos ciertos.   Primero, si la preocupación global por lo que pasa en el país crece con el aumento de las amenazas para la vida y las libertades, la comunidad internacional no puede pasar por alto la incidencia del negocio de las drogas ilícitas en la violencia en Colombia. La comunidad internacional debe reconocer que estas amenazas se han agravado por el pacto de impunidad Santos-Farc, facilitador de la expansión de los cultivos de coca hasta casi de 200 mil hectáreas al término de la administración del nobel y de que seamos, pese a la reducción del área sembrada, el mayor productor de cocaína del mundo (1228 toneladas en 2020, de acuerdo con la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito).   

Segundo, es urgente que la comunidad internacional no le haga el juego a quienes quieren vender la idea de que Colombia es una dictadura genocida. Colombia es un país imperfecto en el que, como en otras partes de América Latina, la Guerra Fría se niega a finalizar. Pero Colombia es una democracia con instituciones representativas. Esto supone que la máxima autoridad de la nación, y quien, por mandato de la Constitución, representa su unidad, es el Presidente de la República. La injerencia humanitaria, no pocas veces, conlleva una dosis de arrogancia, pero el complejo de salvador no puede ser superior que la obligación de la comunidad internacional de adherir al principio democrático. Por tanto, el autodenominado Comité del Paro, que se levantó de una mesa de negociación que generosamente brindó el Gobierno, tiene que ser tratado como lo que es: un grupo de personas que representan a unas asociaciones, pero que no son autoridad ni la voz ni representa a todos los colombianos.   

Tercero, el paro no obedece a un movimiento espontáneo sin fines electorales. Solo hay que leer o escuchar las declaraciones de los perdedores de las elecciones de 2018 y comparar el mapa electoral de ese año con el mapa de la violencia del paro: la coincidencia no es una conspiración sino una obviedad. Y si hay dudas, basta la confesión de Nelson Alarcón, ejecutivo de FECODE que invitó a los jóvenes de la llamada Primera Línea a unirse al Comité del Paro y afirmó que “esto [el paro] es para llegar con miras a 2022 y seguir mucho más allá, para derrotar al Centro Democrático, para derrotar a la ultraderecha y llegar al poder en 2022 […]”.   

Finalmente, la conversación amplia debería servir para replantearse el sesgo contra el Estado que gobierna al régimen de derechos humanos. Haría bien la comunidad internacional en valerse de esta coyuntura para superar la visión según la cual los Estados son los únicos responsables de cuidar la vida, los derechos y las libertades. Esta perspectiva es mediocre moralmente porque ignora que los individuos tenemos el deber de preservar los derechos humanos y desprecia la responsabilidad como un valor que enaltece la libertad. Si la comunidad internacional avanza en esta dirección, se dificultaría la utilización de los derechos humanos para fines políticos, mezquina estrategia de sectores de oposición que Colombia debe vencer. 

Encima. Juan Manuel Santos, quien nunca había ganado una elección, se hizo Presidente gracias al Gobierno del que fue Ministro; gracias al Gobierno que ahora critica, porque su única lealtad es con su vanidad, alimentada por los cocteles internacionales que le ha dado el pacto de impunidad con Farc; gracias al hombre que hoy acusa pero antes llamaba “genial e irrepetible”: Álvaro Uribe Vélez.

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