En medio del debate sobre las grandes reformas que Colombia necesita, es fácil caer en la tentación de pensar que la técnica es un freno y que los números son enemigos del cambio. Pero lo cierto es que no existe reforma justa si no es viable, y no hay viabilidad sin cuentas claras.
En los últimos meses, conceptos como “impacto fiscal”, “fuente de financiación” o “costo estructural” han ocupado titulares y agitado discusiones. A menudo, se presentan como un muro impuesto por el Ministerio de Hacienda frente a reformas sociales. Pero hay que decirlo con claridad: los conceptos de impacto fiscal no son un obstáculo, son una hoja de ruta.
La Ley 819 de 2003 obliga al Gobierno a acompañar toda iniciativa que implique gasto público con un análisis serio y cuantificable de su efecto sobre las finanzas del Estado. Este concepto, emitido por el Ministerio de Hacienda, es mucho más que un requisito técnico: es un instrumento de protección institucional. Su propósito es sencillo y poderoso para evitar que el país prometa lo que no puede cumplir, y que los derechos que consagramos no terminen en letra muerta por falta de recursos.
Durante esta legislatura, hemos sido testigos de cómo varias reformas de alto impacto —en salud, pensiones, educación o trabajo— han chocado con la realidad fiscal del país. En algunos casos, el concepto de Hacienda ha sido desfavorable; en otros, ha evidenciado inconsistencias, omisiones o fuentes inciertas de financiación. Y aunque algunos han interpretado esto como obstrucción, lo cierto es que es una salvaguarda institucional frente al riesgo de hipotecar el futuro.
Una reforma que no pase el filtro fiscal puede terminar en frustración social. No porque el Estado no quiera avanzar, sino porque no puede hacerlo de forma sostenible. Porque la deuda se acumula, la confianza se erosiona y la inversión pública y privada se retrae. En este contexto, la responsabilidad fiscal no es el enemigo de lo social; por el contrario, es su garantía de permanencia.
Es fácil defender lo popular. Más difícil es hacer lo correcto. Gobernar exige elegir, priorizar, y sustentar. El impacto fiscal no impide transformar: exige transformar con responsabilidad. Y esa responsabilidad es especialmente importante en tiempos donde la incertidumbre externa, la presión sobre el gasto y las tensiones políticas coinciden.
Por eso, el verdadero desafío no es saltarse los conceptos fiscales, ni convertir al Ministerio de Hacienda en un adversario. El verdadero reto es hacer buena política pública con rigor técnico, planeación financiera y capacidad de diálogo. Ese es el Congreso que necesitamos. Una Cámara que entienda que su función no es simplemente aprobar, sino también garantizar que lo que se aprueba se pueda cumplir.
Hoy más que nunca, defender los principios de sostenibilidad fiscal es una forma de proteger la confianza institucional, construir un Estado creíble y asegurar que lo que decidimos en el papel tenga vida en el territorio.
Porque al final, la sostenibilidad fiscal no es el límite del cambio: es la base para que el motor silencioso de ese cambio perdure.