El reclutamiento de menores en redes criminales para el sicariato no puede entenderse como una simple desviación individual, ni reducirse a un asunto meramente delictivo. Este fenómeno no es una anomalía, sino la consecuencia lógica de un sistema fracturado que ha sido incapaz de garantizar derechos fundamentales como vivienda, seguridad alimentaria, educación inclusiva y empleo digno, mientras permite que las economías criminales ocupen esos vacíos. Los jóvenes no eligen la violencia: son empujados hacia ella por una estructura que les niega alternativas y legitima su exclusión desde la cuna.
Lejos de ser una situación reciente, los registros históricos demuestran cómo las organizaciones narcocriminales han institucionalizado el uso de menores. Aprovechando vacíos de protección social y carencia material, transforman la vulnerabilidad juvenil en capital criminal, perpetuando así, un ciclo de violencia generacional.
Durante el auge del Cartel de Medellín en los años 80, Pablo Escobar sistematizó el uso de adolescentes en sus redes sicariales. El ingreso a estas redes implicaba un proceso casi ritual: los jóvenes debían superar una serie de pruebas para ser aceptados. Así, iban sustituyendo su proyecto de vida por otro centrado en el sicariato, con la expectativa de obtener recursos para sus familias, brindarles una vivienda digna o compensar, con dinero, el abandono y la violencia que habían sufrido por parte de la sociedad.
Uno de los casos más conocidos, que refiere a la utilización de menores para el sicariato, es el de John Jairo Velásquez, alias 'Pinina', quien se estima inició su participación en estas redes a los 15 años. Según Jorge Cardona, periodista, profesor y autor del libro “Días de Memoria”, este joven estuvo involucrado en el asesinato del entonces ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla (1984), y en el atentado al vuelo 203 de Avianca (1989), ataque que cobró 110 vidas.
Esta situación se repitió trágicamente en el magnicidio de Bernardo Jaramillo Ossa, candidato presidencial de la Unión Patriótica (UP). El hecho fue perpetrado por un adolescente de 14 años el 22 de marzo de 1990 en el Aeropuerto El Dorado. Dicho crimen -que hizo parte del plan de exterminio contra nuestro partido- demostró cómo el narcotráfico instrumentalizaba a menores para eliminar líderes que amenazaban sus intereses.
Estos casos no solo revelan cómo la violencia política en nuestro país lleva décadas alimentada por intereses oscuros, sino que además exponen la cruda realidad de una generación a la que se le sigue robando el futuro. Estas no son especulaciones, sino realidades respaldadas por cifras contundentes, visibles tanto a nivel nacional como distrital, por ejemplo, en 2023, el desempleo juvenil alcanzó el 16,1%. Entre 2019 y 2022, apenas el 8% de los jóvenes entre 18 y 28 años accedió a créditos para vivienda, lo que evidencia su exclusión del sistema financiero. En materia de educación superior, si bien la cobertura llegó al 55,38% en 2023, aún persiste una brecha significativa: casi uno de cada dos jóvenes sigue sin la posibilidad de acceder a una universidad.
Ahora bien, en el panorama distrital los datos del DANE revelan que, en Bogotá, la desocupación juvenil alcanzó el 16.8% en el último trimestre de 2024, una cifra que supera el promedio nacional. Esta crisis de oportunidades se agrava al analizar el sistema educativo: según la Universidad Javeriana (2022), el 46% de los jóvenes en edad de estudiar no accedía a la educación media —la cobertura neta era de apenas 54.1%—, mientras que en preescolar el 51.9% de los niños quedaba excluido. Pero el colapso continúa: solo el 51% de los graduados de bachillerato logran transitar a la educación superior, y de ellos, prácticamente la mitad (51.76%) abandona sus estudios antes de graduarse. Estas cifras no son porcentajes fríos, sino la evidencia de un sistema que falla en cada eslabón de la formación juvenil, condenando a miles a un círculo vicioso de exclusión.
Otro aspecto crucial a considerar es la experiencia de cuidado en los primeros años de vida. Muchos de los jóvenes que hoy se ven empujados hacia la criminalidad han crecido en entornos donde el afecto, la seguridad alimentaria y la permanencia en el sistema educativo fueron precarios o inexistentes. La falta de vínculos afectivos sólidos, una nutrición deficiente en la infancia y la temprana expulsión de la escuela no son factores aislados, sino condiciones estructurales que debilitan sus posibilidades de desarrollo integral y los dejan expuestos a dinámicas de exclusión y violencia desde edades muy tempranas.
La exclusión que viven muchos jóvenes no puede entenderse únicamente a partir de las cifras que describen su situación actual, sino que debe analizarse como el resultado de un ciclo histórico de desigualdad y pobreza en el que han estado inmersas sus familias. No es el joven en abstracto quien enfrenta estas condiciones, sino una familia entera marcada por la precariedad estructural, cuyas posibilidades de romper con ese ciclo son mínimas ante la ausencia de oportunidades reales. Esta herencia de exclusión, transmitida de generación en generación, condiciona profundamente las trayectorias de vida juvenil y refuerza los patrones de reproducción de la desigualdad social.
Las cifras, tanto históricas como actuales, dan cuenta de una constante: la juventud colombiana ha sido víctima de una exclusión estructural que va mucho más allá de lo coyuntural. Frente a esta realidad, resulta ineludible preguntarse por las responsabilidades colectivas e institucionales que han permitido que esta situación se normalice. Por ello, es necesario avanzar hacia una reflexión profunda sobre el papel del Estado y de la sociedad en la garantía real de derechos, como condición indispensable para romper el ciclo de violencia y precariedad que sigue marcando el destino de miles de jóvenes.
Esta reflexión es urgente, pues los programas juveniles actuales y los espacios de participación para las juventudes resultan insuficientes para romper el ciclo de violencia y pobreza que las afecta. Un ejemplo de ello son iniciativas como Parceros por Bogotá —en la actual Administración denominada Jóvenes con Potencial—, programas centrados en transferencias monetarias condicionadas, mientras se ofrece una ruta de formación, acceso al empleo y acompañamiento psicosocial orientado a desarrollar el potencial juvenil.
Sumado, el programa Jóvenes a la U, transformado por la actual Administración distrital en Jóvenes a la E, no prioriza el fortalecimiento de las instituciones públicas de educación superior. En su lugar, se han implementado estrategias fragmentadas que no abordan las causas estructurales de la exclusión educativa y desvían recursos públicos hacia entidades privadas. Esta situación se agrava aún más, ya que actualmente Jóvenes a la E no contempla la participación de universidades públicas y se enfoca en una formación precaria de nivel posmedia, que pretende equipararse a un pregrado sin ofrecer las condiciones ni el rigor académico necesarios. Esta falta de un enfoque integral limita el impacto de las políticas públicas y perpetúa las condiciones de vulnerabilidad que enfrentan las juventudes en Bogotá.
A nivel nacional, si bien el actual Gobierno ha reconocido el ciclo de pobreza y violencia que afecta a las y los jóvenes —y, en respuesta, ha impulsado iniciativas como Jóvenes en Paz, orientada a brindar una ruta de atención integral a quienes se encuentran en condiciones de vulnerabilidad, especialmente aquellos en riesgo de vinculación con dinámicas criminales o que han sido víctimas de violencia—, surge una pregunta crítica: ¿son estas medidas suficientes? La respuesta es no, pues podemos concluir que estos programas están diseñados principalmente para contener y mitigar las consecuencias de problemáticas estructurales acumuladas y no para transformar estructuralmente.
Ahora bien, aunque la creación del Viceministerio de la Juventud dentro del Ministerio de la Igualdad representa un avance institucional, aún persisten desafíos profundos: falta de cobertura real, sostenibilidad financiera y articulación efectiva con políticas económicas y educativas. Sin una transformación estructural que garantice oportunidades duraderas —empleo digno, educación de calidad y participación política significativa—, el riesgo de que estos esfuerzos queden en acciones simbólicas sigue siendo alto.
Asimismo, a estas dificultades es importante sumarle que los escenarios de participación, como los Consejos y las Plataformas de Juventud, siguen teniendo un carácter meramente consultivo, no vinculante. Esta limitación convierte estos espacios en ejercicios simbólicos, donde las y los jóvenes aportan ideas, pero no inciden en decisiones reales. Como consecuencia, se perpetúa la exclusión de sus voces en políticas que les afectan directamente, generando desconfianza en las instituciones.
Esta exclusión de las juventudes en los espacios de decisión también se refleja en la forma en que se piensan y diseñan las políticas públicas. La falta de una participación real limita la posibilidad de construir respuestas que partan de las experiencias y necesidades concretas de niñas, niños y jóvenes, especialmente en contextos de desigualdad. Por eso, resulta fundamental avanzar hacia una comprensión más profunda e integral del derecho de la juventud, y hacer menos adultocentristas las decisiones políticas.
En este sentido es urgente superar la mirada reduccionista que concibe la educación únicamente como el acceso al aula, dejando de lado las condiciones materiales, afectivas y sociales que garantizan la permanencia de niñas, niños y jóvenes tanto en el sistema escolar como en la educación superior. Asegurar una vinculación y permanencia del 100% requiere el fortalecimiento integral de la educación pública, desde la básica hasta la universitaria, con propuestas que contemplen no solo infraestructura y recursos, sino también el acompañamiento afectivo mediante círculos de cariño, estrategias comunitarias y medidas concretas que reconozcan y redistribuyan las cargas de cuidado, que también recaen sobre niñas y adolescentes.
De igual forma, una política transformadora debe garantizar el acceso efectivo a derechos complementarios como la cultura, la recreación y el deporte, fundamentales para el desarrollo integral de la juventud. Es especialmente importante atender la ausencia de estos espacios en zonas rurales y periferias urbanas, donde la falta de equipamientos propicia entornos de riesgo, exclusión y vulneración. Esta realidad también está atravesada por problemáticas graves como la explotación sexual de niños, niñas y adolescentes, frente a las cuales se deben construir entornos seguros, protectores y dignos, en donde el sistema educativo y los espacios comunitarios actúen como garantes de derechos y no como reproductores de desigualdad.
Adicionalmente, es urgente modificar el Estatuto de Juventud. Aunque ya se han adelantado intentos de reforma en el Congreso de la República, la falta de voluntad política por parte de los congresistas ha impedido su aprobación. Esta modificación debe contemplar, de manera prioritaria, la transformación de los Consejos y las Plataformas de Juventud en instancias con capacidad decisoria, donde las y los jóvenes puedan debatir y definir directamente sobre las políticas públicas que les afectan.
En conclusión, una sociedad que durante décadas ha ofrecido a su juventud solo incertidumbre y negación de derechos tiene la responsabilidad urgente de detenerse y reflexionar sobre las garantías que nuestros jóvenes necesitan para construir una vida digna. El camino no puede seguir siendo la criminalización de la juventud ni el endurecimiento punitivo, lo que se requiere es una política pública transformadora que ponga en el centro la dignidad juvenil, con acceso universal y gratuito a la educación, empleo con derechos, vivienda, salud mental y participación política. Solo así será posible romper el ciclo de violencia generacional y construir un país donde ser joven no sea un riesgo, sino una promesa de futuro.