Ella solo iba caminando a casa

El asesinato de Sarah Everard, una ejecutiva de mercadotecnia de 33 años que desapareció el 3 de marzo mientras caminaba a su casa por un vecindario concurrido de Londres y cuyos restos fueron encontrados una semana más tarde a unos 80 kilómetros de distancia, detonó una extraordinaria efusión de dolor y enojo.

Everard se une a la trágica compañía de mujeres británicas asesinadas —entre ellas Milly Dowler, Joy Morgan, Suzy Lamplugh y Rachel Nickell— en un país donde durante los últimos diez años, en promedio, una mujer muere a manos de un hombre cada tres días.

Este episodio narra una terrible historia de sexismo, misoginia y violencia patriarcal. Sin embargo, el homicidio de Everard —cuyo sospechoso es un oficial de policía en activo— ha expuesto una verdad mortífera. En el Reino Unido, los encargados de proteger a las mujeres de la violencia en realidad la están perpetrando. Y la respuesta del gobierno es darles más poder.

Tal vez Wayne Couzens, el oficial acusado del asesinato de Everard, pudo haber sido declarado una “manzana podrida”. No obstante, después del sábado, la policía ya no puede dar esa excusa.

En Clapham Common, el parque cercano al lugar donde desapareció Everard, aparecieron cientos de mujeres para presentar sus respetos en una vigilia que las autoridades habían prohibido bajo el argumento de que violaba las restricciones del coronavirus. La reunión fue pacífica, hasta que de pronto ya no lo fue. Cayó la noche y la policía se movilizó para tirar a las jóvenes al suelo, un despliegue de fuerza que apareció al día siguiente en fotografías de primera plana de muchos periódicos a nivel nacional.

La brutalidad fue impactante, pero fue congruente con la historia de violencia de género que ha ejercido la policía. La evidencia es cruda: entre 2012 y 2018, un total de 562 oficiales de la Policía Metropolitana fueron acusados de abuso sexual, pero solo 43 de ellos enfrentaron algún tipo de medida disciplinaria.

De manera similar, los oficiales de policía acusados de abuso doméstico a menudo son protegidos de recibir un castigo: entre 2015 y 2018 en Inglaterra y Gales, menos del 3,9 por ciento de las acusaciones en contra de policías derivaron en condenas, en comparación con el 6,2 por ciento de este tipo de acusaciones en la población general. En junio, en una grotesca demostración de un sentido generalizado de impunidad, dos oficiales supuestamente se tomaron selfis con los cuerpos de mujeres asesinadas.

En el caso de Everard —desde el oficial que cuidaba los restos y compartió una “imagen ofensiva” con sus colegas hasta la negativa a investigar una acusación de exhibicionismo después de la vigilia del sábado—, esa cultura institucional ha quedado totalmente al descubierto.

Las manifestantes no han sido desalentadas. Desde el sábado, ha habido manifestaciones diarias en Londres, encabezadas por un colectivo feminista británico, Sisters Uncut. Miles se han aglomerado afuera de las estaciones de policía y han marchado al Parlamento y a Trafalgar Square, dos de los emblemas de poder más famosos de la capital. No solo tienen en la mira a los oficiales de policía, sino al Estado, el cual protege y aprueba su violencia.

Como si hubiera querido demostrar ese punto, el gobierno, alarmado por el descontento, ha respondido solicitando una vigilancia más rigurosa. Además de prometer el reclutamiento de 20.000 oficiales más, el gobierno planea apostar oficiales vestidos de civil en los clubes nocturnos y los bares para proteger a las mujeres del acoso. Además, la secretaria del Interior, Priti Patel, está barajando una legislación que expandiría los poderes de la policía de una manera considerable, incluido el derecho a limitar las protestas pacíficas.

Estas medidas han sido recibidas con indignación. La mayor parte del público general ha rechazado con justa razón la recomendación de remediar el asesinato que probablemente cometió un policía con una mayor cantidad de oficiales más empoderados.

Los cabos sueltos que se habían ignorado durante tanto tiempo por fin se están atando para revelar el entramado sangriento de violencia que han soportado las mujeres. Pareciera como si muchas personas por fin hubieran reconocido la naturaleza institucional de esa violencia. No se pueden extirpar las “manzanas podridas” cuando todo el sistema provoca la podredumbre.

Ahora, tal vez, podamos hablar de frente sobre la violencia patriarcal. Es más que actos físicos de violencia; también es la violencia económica y psicológica que mantiene subyugadas a las mujeres mediante la desigualdad financiera, la inseguridad laboral, la inequidad sanitaria y el clima de temor que rodea a las mujeres cuando nos involucramos en actos tan simples como caminar a casa al anochecer.

Podemos ver la violencia patriarcal en el asesinato de Naomi Hersi, una mujer transgénero a la que se le negó la dignidad incluso en la muerte. Está presente en las redadas de la policía en contra de las trabajadoras sexuales, a menudo mujeres migrantes, que supuestamente quedan “liberadas” de los grilletes de su profesión gracias a una deportación fugaz. Se encuentra en la muerte lenta y terrorífica de Joy Gardner en 1993, a quien la detuvieron agentes de inmigración y le envolvieron la cabeza con 4 metros de cinta adhesiva de uso quirúrgico.

La violencia patriarcal es la amenaza inminente por medio de la cual se controla y restringe a las mujeres. Para quienes no cumplen con los límites que ellos imponen —ya sea rechazando el binarismo de género y las ideas tradicionales de sexualidad o simplemente por no pertenecer a la clase media blanca—, la respuesta siempre es violenta.

Sin embargo, el asesinato de Sarah Everard —quien, nos lo han dicho varias veces, hizo todo “bien”— y la represión violenta en contra de quienes están de luto por ella, por fin le dejó claro a una audiencia mucho mayor que la violencia patriarcal respaldada por el Estado nunca quedará satisfecha con solo lastimar a las mujeres de la periferia.

Tomó décadas darnos cuenta de esto, pero parece que una luz colectiva se ha encendido en la mente de las mujeres británicas. Debemos guardar la esperanza de que, por fin, nos guíe a salvo a casa.

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