La tradición de las 12 uvas, que muchos practicamos el 31 de diciembre a las 12 de la noche, consiste en comerse 12 agracejos al ritmo de las 12 campanadas que marcan el inicio del año nuevo y que, para darle un plus, las acompañamos pidiendo el mismo número de deseos.
Los expertos en el tema explican que “el que lo haga al compás de los retintines tendrá un año próspero”. Como si la llegada de los conquistadores a América no fuera poco, la práctica mencionada llegó de España (antes importada por los ibéricos desde Francia), y fue establecida por un alcalde de Madrid para despedir el año 1895.
Con el paso del tiempo, se extendió por países de Latinoamérica y, pues claro, Colombia no podía ser la excepción. Desde que tengo uso de razón, de imágenes y sonidos, la experiencia borrosa y ruidosa de un llamado especial a las 6 de la tarde de cualquier 31 de diciembre han permanecido en mi cabeza.
Un grito agudo, carrasposo; y una sombra cabizbaja acercándose a un mesón de cocina son los momentos que la tradición lleva a mi cabeza. Traducido al español, es la orden impartida por mi mamá, en severo tono de grito, y que mi papá obedecía con algo de molestia: “mijooo, hágame el favor y lave las uvas pa’ las 12 de la noche”.
Las fiestas de fin de año, en los 80’s, eran hechas en mi casa y asistía casi toda mi familia. Cerca de 50 personas se daban cita para bailar, abrazarse y mantener la usanza. Cada uno de esos parientes se comía los 12 agracejos y pedía los 12 deseos (multipliquen para saber cuántas había que lavar). Ya entenderán el porqué de la sombra cabizbaja de mi papá.
Y como tradición es tradición, pues la costumbre siguió. Sin falta, el 31 de diciembre pasado pedí las aspiraciones, de manera mental para que se cumplieran. Pero el destino y el espíritu al que llamaremos “El Señor de las 12 Uvas”, me jugaron una mala pasada.
El camino a lo ansiado comenzó a las 7 p.m. con la lavada de los frutos, que ahora es tarea mía, y continuó con la ‘atarugada’ de las bolas agridulces que, por necesidad de bienestar, son ingeridas después de un banquete de carnes, ensaladas, tamales, lechonas, buñuelos y natillas degustadas en varias casas de vecinos, familiares y amigos.
La llenura y la indigestión valen la pena, ya que lo necesitado fue pedido. Y como todo merece un sacrificio, pues comenzamos entregando algo para recibir lo anhelado. Con lo que no contaba, era que lo suspirado fuera a materializarse en un solo deseo. Estoy por creer que de 50 millones de colombianos que se comieron 600 millones de uvas y pidieron los deseos, solo uno contó con suerte y le concedieron el más loable: ‘que este mundo cambie’.
Y así fue. Y nos jodió a todos. Cinco meses después de esperar lo que pedí, ‘le echo la agüela’ a quien quiso que el mundo cambiara. Porque la vaina llegó con coronavirus incluido.
Para ser sincero, no me acuerdo de todo lo que pedí, pero si de lo que más anhelé y que no se ha cumplido. Por ejemplo: demandé que mi hija mayor comenzará a estudiar una carrera. El proceso arrancó, pero el virus lo detuvo; en ‘stand by’ está su viaje a Argentina para estudiar Diseño Gráfico. Pedí que hija menor practicara algún deporte y se ‘engomó’ con el volibol. Comenzó a entrenar, pero el virus clausuró las prácticas.
Otro de los aspectos fue volver a comprar un carro, para movilizarme de manera cómoda desde mi casa a cualquier lugar del país. Y, otra vez, el virus dijo que no. Sigo pagando las cuotas y el carro sigue en el concesionario.
Distintas consignas, un tris banales, también fueron detenidas: el cambio de platos de mi batería, una nueva entrada a un gimnasio para bajar barriga y la compra de la sanduchera waflera 4 puestos recubiertos en teflón, que siempre he querido, se diluyeron en el tiempo.
Vivida esta amarga experiencia, he decidido pedirle al ‘Señor de las 12 Uvas’ que me conceda la revancha. No sé con quién carajos tendrá que hablar, pero le exijo que cuando acabe esta cuarentena y el Gobierno Nacional decida que la emergencia sanitaria ha finalizado, es decir, el 31 de agosto, pueda salir a comprar las uvas, pedir los 12 deseos, abonar tradición para la fiesta de fin de año de 2020, esperar que los que pedí en 2019 se cumplan y evitar otro episodio de pesadez y llenura con la ingesta de los mostos.
Si bien es claro que el mundo cambió, no puedo negar que la única pretensión concedida trajo cosas que, quizás, no se nos ocurrieron o que consideramos del diario vivir: en mi familia no ha habido enfermos por el virus, mis hijas están sanas y salvas, mi esposa sigue trabajando en su fábrica, mi viejo está bien, mi abuela de 85 años también al igual que mis amigos, las personas están dispuestas a luchar por sus objetivos con más fuerza, las familias están más unidas que nunca y yo sigo trabajando, soñando, anhelando y escribiendo.
Nos queda esperar que alguien haya pedido que el virus se acabe y que al ‘Señor de los 12 Deseos’ no le ‘pese la mano’ otorgando la petición. A finales de agosto, me comprometo a anhelar que esto se acabe, para poder abrazar nuevamente a las personas queridas; poder montarlas en el carro nuevo en el que también llevaré a mi hija mayor al aeropuerto, para que siga con su destino, y a mi hija menor a los entrenamientos; poder invitar a mis conocidos a tocar batería en mí casa y hacerles unas ‘onces’ con sánduches cocinados en la waflera nueva.
Les aseguro que los deseos pedidos, con anterioridad, no los voy a rebajar…