¿Juventud divino tesoro?

Nada más conocerse los tres primeros nombramientos ministeriales de Gustavo Petro —Jorge Leyva, José Antonio Ocampo y Patricia Ariza—, que rondan o superan los 70 años de edad, esas jaulas de grillos que son las redes sociales se encendieron clamando al escándalo por el hecho de que personas tan mayores fueran llamadas a ocupar esos cargos. Parece que muchos esperaban un nuevo kínder político y se sintieron decepcionados.

Les tengo malas noticias: políticos jóvenes no son necesariamente garantía de calidad. Hace cuatro años, este país eligió presidente a un poco menos que desconocido político de 41 años y a la vista está el resultado. La ironía del cuento es que muchos votaron por Iván Duque por miedo a Gustavo Petro, porque lo dijo Uribe, para terminar viendo a Petro sentado en el sillón presidencial. Total, cuatro años perdidos con la gestión del muchachito.

Es cierto que la edad llega emparejada con limitaciones físicas, eso no lo niega nadie. Es una de las razones por las que todos los seres humanos deseamos tener una vida larga, pero nadie quiere ser viejo. Históricamente, la vejez se ha movido entre dos polos: la sabiduría y la enfermedad; esto ha sido así en la nuestra y en otras civilizaciones. Por eso creo que el nombramiento de ministros de la “tercera edad” plantea una cuestión interesante, no necesariamente resuelta ni aquí ni en ninguna otra parte.

Es lo que ocurre en algunos países en el ámbito precisamente del conocimiento: ¿debe un gran profesor abandonar su magisterio por haber alcanzado la edad legal que le obliga a retirarse? En España, por ejemplo, hasta hace algunos años, a partir de los 70 los catedráticos tenían la opción de ser eventualmente profesores eméritos, si cumplían algunas exigencias y requisitos, y después de dos trienios se retiraban definitivamente de la universidad.

Cuenta José Antonio Marina, ensayista y educador español, que antiguamente se rezaba: “Dame, Señor, resignación para aceptar lo que no puedo cambiar; valor para cambiar lo que debo cambiar, y sabiduría para distinguir una cosa de otra”. El papel de la sabiduría en esta antigua petición resulta claro. “Todos sentimos nostalgia de la sabiduría, dice Marina, cuando ante un problema vital, urgente o dramático, desearíamos pedir consejo. Pero ¿a quién? El proverbio nos dice que al sabio y con esta palabra designamos a alguien que suponemos que tiene, al menos, conocimiento, bondad y perspicacia”. Una imponente mezcla que no suele prodigarse precisamente en la juventud.

No digo que un país joven como Colombia deba añorar gerontocracias como se suelen dan en las sociedades asiáticas. Pero apreciar la labor de viejos políticos de cultura confuciana no nos vendría de más considerando lo que han hecho. En gran medida la transformación de China en el últimos cuarenta años se debe al papel jugado por Deng Xiaoping, un hombre que tomó las riendas del gigante asiático con 74 años. 

Esta misma semana, en una entrevista a The Sunday Times, Henry Kissinger, que ya ha cumplido 99 años, sentaba cátedra sobre la situación del mundo con una lucidez envidiable y, por supuesto, excepcional. De Vladimir Putin, con quien es posible que se haya reunido una veintena de veces en los últimos años, dijo que es el jefe de un Estado en declive. “Ha perdido el sentido de la proporción…, y lo que ha hecho este año no tiene excusa”. Kissinger lleva 45 años sin desempeñar un cargo público y su brillantez intelectual ha hecho que sea escuchado por todos los presidentes norteamericanos de entonces a hoy.

Vivimos en la sociedad de la eterna juventud, caracterizada por la necesidad de una producción fugaz de nuevos conocimientos y habilidades tecnológicas en donde el viejo se mueve torpemente y donde los ciclos de cambio generacional se acortan cada vez más rápidamente; sin darnos cuenta que son los nuevos jóvenes quienes nos hacen viejos.

Una cosa es que la sociedad proporcione a su juventud los medios para lograr cuanto antes plena independencia vital y económica; que los profesionales recién salidos de su formación encuentren puestos de trabajo y puedan tomar pronto las riendas de su existencia, y otra bien distinta despreciar y desperdiciar la sabiduría y el conocimiento que han dado a gentes de valor los años de trabajo y la experiencia de vida. 

Ni tanto que queme al santo ni tan poco que no lo alumbre, pues. A lo mejor el “ancianato” de Petro da mejor resultado que el presidente más joven que ha tenido Colombia. O nos vamos definitivamente al carajo.

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