“La casa en llamas de Brasil”

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EFE/Antonio Lacerda

Las noticias que llegan de Leticia, capital del departamento de Amazonas, en relación con el coronavirus, y que hacen de ese puerto fluvial de poco menos de 50.000 pobladores, el de más casos de contagios y fallecidos por millón de habitantes en Colombia, están directamente relacionadas con lo que ocurre en el vecino Brasil. 

Pasar a Tabatinga, al otro lado de la frontera, supone cruzar una calle o, para decirlo más gráficamente, ambas localidades son una sola con dos banderas; y la dependencia que tiene Leticia de Manaos es casi total: cualquier cosa que se lleve a Leticia desde el interior de Colombia cuesta el doble de la que llega desde la capital del Amazonas brasileño.

Brasil, sin embargo, es para los colombianos un vecino lejano. Una paradoja que se refleja en la escasa presencia del gigante latinoamericano en los medios aquí; derivado no solo de hablar dos lenguas diferentes, sino por la barrera psicológica que supone la selva que separa ambos países. La convulsa situación de Venezuela y la presencia de cerca de un millón y medio de venezolanos en territorio colombiano, desvía aun más la atención que exigiría un vecindario en donde tiene lugar una tormenta perfecta.

Gavekal, un conocido proveedor de fondos de inversión y análisis económico, en un artículo reciente sobre la situación del gigante latinoamericano tituló: “La casa en llamas de Brasil”. Casi 19.000 brasileños han fallecido a causa de una enfermedad minimizada desde un principio por el presidente Jair Bolsonaro, que compite con Donald Trump en frases estrambóticas sobre la pandemia. Muchos son los que comparan a los dos presidentes, pero, como escribió recientemente algún analista, “Trump por lo menos ha sido un exitoso hombre de negocios. Bolsonaro nunca logró superar el grado de capitán del ejército”.

Los disparates del presidente brasileño en relación con la pandemia no cabrían en el espacio de esta columna, así que escojo solo uno de mis favoritos: “El brasileño no se contagia porque es capaz de bucear en una alcantarilla y no le pasa nada”. Con el mantra “la histeria daña la economía” por bandera, Bolsonaro dejó pasar una ocasión de oro para aterrizar en una realidad que vieron hasta sus vecinos, en un continente que no se distingue por la sensatez de sus mandatarios.

El coronavirus llegó a Brasil relativamente tarde y, sin embargo, el país tiene hoy la segunda tasa de infección más alta del mundo y la sexta mayor tasa de muertes registradas por la covid-19. El número de muertes en el país, que representa aproximadamente la mitad de la población de América Latina, ahora se está duplicando cada dos semanas. Y en ciudades como São Paulo, la más grande del país, el sistema hospitalario amenaza el colapso, según su alcalde.

Es cierto que no se le puede echar a Bolsonaro toda la culpa de lo que pasa con la pandemia en Brasil, ni de la pobreza ni la superpoblación que convierten al coronavirus en la más terrible amenaza que ha vivido el país en lo que va de siglo. Pero haber animado a sus seguidores a saltarse las pautas de confinamiento recomendadas por la Organización Mundial de la Salud (OMS) y hasta haberse enfrentado a ministros y gobernadores de estados por este asunto, han sido factores para el descontrol que hoy sufre el país con el coronavirus.

De momento, el resultado para el presidente brasileño es un fuerte deterioro de su capital político. Su popularidad ha caído por debajo del 30 por ciento y cerca de la mitad de la población desaprueba el manejo de la crisis. Pierde apoyo también entre los conservadores que hicieron de todo por apartar del poder al izquierdista Partido de los Trabajadores; y la salida del popular ministro de Justicia, Sergio Moro, del Gobierno supuso en punto de inflexión en la crisis política que, además, vive el país. 

Moro, estandarte contra la corrupción y que había logrado una reducción del veinte por ciento de la violencia y los homicidios, podría estar hoy en su casa pensando en llegar un día a Planalto, sede del ejecutivo en Brasil. Porque hay quienes ya hablan de impeachment al presidente por no haber sabido defender la vida de la gente ni la economía del país. Pero hay también quienes ven a Brasil deslizarse hacia una deriva dictatorial: en el actual Gobierno, los militares ya ocupan tres mil cargos, ocho de los veintidós ministerios y gestionan varias empresas estatales.

En este panorama, una sociedad polarizada por la mezquindad de su clase política, afronta a un enemigo que la acecha de manera letal; mientras los más desposeídos, como siempre, no tienen hoy hacia dónde mirar.

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