Vivimos tiempos de polarización. La opinión pública asume posiciones de acuerdo con lo que la identifica con los extremos. La opción intermedia o moderada es marginada. El grito herido es lo que prevalece.
Son esporádicos los momentos de unión. Tal vez un triunfo de la Selección Colombia enciende el sentimiento patriótico, pero si pierde, también se divide la opinión. Nuestra sociedad, hay que admitirlo, está dividida.
Pensar diferente, se ha convertido casi en una ofensa personal. Los desacuerdos aumentan a una velocidad sin fin. Un sector no le gusta Duque, otro lo defiende sin parpadear, los petristas reclaman a diario, uribistas los confrontan. La antipatía crece en cantidades industriales. Parecemos fábrica de odios, y lo peor de todo, sin caducidad.
A mayor desigualdad mayor polarización, a esa conclusión han llegado varios expertos. Entonces esto desemboca en el reclamo permanente de la gente y; en consecuencia, la búsqueda de culpables. Si se gestiona mal o bien la pandemia, el desempleo, la seguridad. Todo es motivo de crispación y por supuesto, hay razón para el descontento, pero eso no justifica tanta rabia de unos contra otros.
Todos pelean por tener la razón. Eso se nota mucho más en la inmediatez de las redes sociales, pues al tratarse de contenidos cortos, esto ayuda a incrementar la imposición de los extremos. Son mensajes radicales, venenosos y ofensivos, en su gran mayoría.
La polarización es de la élite y la sociedad. Evidenciamos a todo momento las confrontaciones verbales entre líderes de distintos partidos o pensamientos ideológicos, pero estos desacuerdos viscerales, se trasladan sin intermediarios hasta la ciudadanía. Nos insultamos y nos dividimos. Se viraliza el resentimiento.
Los reclamos furiosos no buscan consenso, todo lo contrario, siempre intentan desestabilizar, ridiculizar y desacreditar al adversario. Los argumentos, la razón y la opinión serena, jamás se contemplan como mecanismos de diálogo social. No hay paz política.
No hay contrastes. La diferenciación de ideas que es lo razonable en una democracia, no es una opción. La pretensión es aplastar a quien opina o piensa distinto. La tolerancia tampoco se contempla, ganas o pierdes con los agravios. Hay sobredosis de discusión.
Existe la libertad de enojo. Hay un marco de creencias sobre lo que la sociedad estima que está mal o bien. En ese escenario se da prioridad a las emociones para emprenderla contra el contrario. Lo racional se borra por completo. Se construye puro sentimiento ideológico. Ideología y emociones.
El Papa Francisco advirtió recientemente los peligros de estos extremos: “Es muy triste cuando las ideologías se apoderan de la interpretación de una nación, de un país y desfiguran la patria”, y recalcó “Las ideologías sectarizan, las ideologías deconstruyen la patria, no construyen”.
El consultor Mario Riorda también aporta su análisis al respecto: “ Se tenga una visión optimista o pesimista de la ideología, inicialmente se puede afirmar que todo el lenguaje político tiene una función ideológica. Lo ideológico es inherente a la comunicación política, sin la cual no puede desarrollarse, sostenerse o ser desafiada”
Lo que viene es impredecible. Con unos ánimos tan sensibles, es complejo jugar a la futurología, pero si no se calman estas aguas sin control, lo que podría venir con consecuencias inimaginables, es un tsunami social. Panorama sombrío.
¿Quién gana con la polarización? Ojalá los que se dejan contagiar por este virus del odio se tomen un minuto de reflexión sobre este interrogante. El gran desafío como sociedad es encontrar algo que nos una como país. Por ahora, ese anhelo tiene que esperar.
La pregunta incómoda
¿La pandemia nos ha convertido en más o menos solidarios?