Hace unos días me preguntaron cuál consideraba que era la peor enfermedad. Desde mi punto de vista de neurocirujano, de inmediato pensé en la Gliomatosis Cerebri, ese tumor que infiltra y se esparce como una mancha de aceite en todo el cerebro. Hoy no titubearía en responder: el coronavirus. Pero no porque sea en sí mismo el más peligroso mal. Sino porque se está diseminando en el más enrarecido y tóxico medio ambiente que pueda envolver a una sociedad. (Produce escalofríos decirlo): la corrupción. Está desenfrenada, infiltrada y naturalizada en el cerebro colombiano. Esta enfermedad ataca el lóbulo frontal donde están la capacidad de juicio y el centro de las decisiones. Flexibiliza valores y principios. Apaga el sensor moral que es la amígdala del temporal. Se extiende al lóbulo parietal donde se alojan las neuronas en espejo, responsables de la empatía y de la imitación del comportamiento. Recorre la vía óptica y produce miopía que altera la visión del futuro. Es inmediatista y no les teme a los remedios del mañana para controlarla. Es altamente contagiosa y se propaga a través de canales amorales con extraordinaria facilidad.
La corrupción, repetida impune en coro –como las mentiras repetidas muchas veces que terminan convirtiéndose en verdades–, genera modelos de imitación. No castigada, se enraíza y termina por germinar silvestre en campo abonado. De manera que sí. El coronavirus en un ambiente corrupto es, sin duda alguna, el peor padecimiento social de la era actual.
Tengo miedo, y aun así escribo. Me da escalofríos que aparezcan en estos tiempos como gérmenes oportunistas –verdugos sociales– los nuevos carteles: el de las mascarillas (N95), el del alcohol, el de los tapabocas y, por qué no: el de los respiradores. En las tragedias, los países más pobres convierten las ayudas humanitarias en caldo de cultivo para la corrupción. Es la catalizadora del caos social y de la hambruna.
Así que deben tomarse medidas de contención sin titubeos. El Gobierno Nacional ha procurado recursos para el Sector Salud y designado a un hombre excelso para gerenciar la crisis provocada por la pandemia en todos los ámbitos: económico, social, de salubridad... Hay destinados cerca de 5 billones de pesos para el sector salud, de manera que se requiere la responsabilidad prístina de todos los actores que intervienen en el control del Covid 19.
El esfuerzo mancomunado de los gobiernos central, territoriales y locales es clave para obtener buenos resultados. De hecho, la cercanía de gobernadores y alcaldes con las regiones es fundamental en la medida en que favorecen la obtención y la diseminación de la información en tiempo real.
Ahora bien. El Gobierno central deberá ser austero, sin caer en la mezquindad, y gerenciar los recursos con la idea de que los tiene almacenados en una gran despensa de donde toma insumos y ayudas concretas según la demanda. Así, mantendrá inventarios de acuerdo con las necesidades reales: ¿cuántos tapabocas y mascarillas se necesitan en Chocó? Tantos. Eso se envía. ¿Cuántos respiradores faltan en Sucre? Tantos. Eso se envía. Y, aun a sabiendas de que a algunos les sonará a “cachacada”, diré que prefiero el manejo central y, por supuesto nacional, de estos recursos.
Triste lo que sucede. En un segundo la vida de un individuo y la de su familia se modifican para siempre. Cambian el mundo y sus paradigmas: la pandemia del coronavirus nos ha llevado a redescubrir el valor de las pequeñas grandes cosas. Parafraseando a Álvaro Gómez Hurtado, el Covid 19 escribió el editorial de nuestra existencia: “piensa en lo fundamental”.
Me niego a escribir dentro de pocas semanas que al coronavirus lo remplazaron los actos delictivos de quienes debieron manejar con la mayor pulcritud los recursos financieros. Esto diagnosticaría que la tragedia no fue el Covid 19. Más bien, que aquí la pandemia está vivita y encontró su hospedero ideal en el lóbulo frontal de Colombia