La vieja esa y estos...malabaristas de la palabra

Vale la pena detenernos en dos episodios recientes por la simpleza de los hechos y la desproporción, a conveniencia, de las reacciones. En ambos casos se refleja la difusa separación entre el ámbito público y el privado, tan propia de nuestra era digital, -hecha aún más compleja por la cuarentena-, y el hipócrita puritanismo en boga.

Cuando el señor que preside nuestra república en nombre de la virgen y la derecha fue grabado diciendo (en privado) “la vieja esa”, mientras hablaba una distinguida congresista, a los velocistas del teclado les pareció una afrenta inaceptable: una clara muestra del desprecio que siente este gobierno por el pueblo. ¡Es el colmo! -gritaron indignados.

Cuando una senadora de centro olvidó apagar su micrófono y se le escuchó un enfático “estos hijueputas”, numerosos opinadores se vieron a gatas para justificar las palabras de su copartidaria, después de haber puesto el grito en el cielo por el episodio de “la vieja esa”. Malabaristas de la palabra.

Como era de esperarse, los adalides de la decencia de la esquina izquierda aprovecharon la ocasión para decir que “todos son iguales”, porque claro: todos son indecentes menos ellos. Espero con regocijo el momento en que a algún representante de la izquierda se le escape una vulgaridad para ver las piruetas argumentativas que tendrán que utilizar.

Porque va a suceder, estoy seguro, es cuestión de tiempo. Pues todos puteamos frente al computador o el televisor, todos decimos groserías en algún momento; porque es normal y necesario que, en nuestros espacios privados, podamos hacer y decir cosas que no haríamos en público. No es un tema de decentes o indecentes, menos aún de buenos y malos.

Uno no dice “gonorrea” delante del suegro, la jefe o la profesora; ni eructa frente a la pretendida en la primera cita. Pero sí lo hace a solas o con la gente de mucha confianza. No es hipocresía, es una herramienta clave para la convivencia. Y lo sabemos todos: se llama diplomacia.

Sin embargo, asistimos a una ola de puritanismo que juzga y condena a la hoguera de la indignación cualquier desliz, palabra incorrecta o intento de hacer humor que escape de sus cánones de corrección, pero sólo cuando va en contra de sus convicciones o de sus faros ideológicos; de lo contrario, algún argumento hallarán para excusarlo. Eso sí es hipocresía y, además, morronguería. Pero sería simplemente cómico si no fuera una tendencia creciente y un riesgo para el debate público y la libre autodeterminación.

Dos libros han surcado mi memoria al ver esta comedia:

En “1984” G. Orwell presenta una distopía totalitaria donde el gobierno vigila permanentemente a los ciudadanos a través de todo tipo de artilugios tecnológicos, buscando el error que permita clasificar y tratar a los incorrectos como enemigos; esta máquina gubernamental de vigilancia y control ideológico era llamada Big Brother. “Big brother is watching you” (El Gran Hermano te está vigilando) es la frase más recordada de esta obra.

En “A puerta cerrada” J. P. Sartre nos presenta cuatro personajes encerrados por toda la eternidad en una habitación, una especie de limbo o infierno donde no paran de juzgarse mutuamente, al tiempo que justifican sus propios errores. El protagonista, después de padecer el interminable ciclo de juicios y justificaciones concluye que “l’enfer, c’est les autres” (“el infierno son los otros”).

Viendo el nivel actual del debate público, donde priman la cacería y la indignación por encima de la profundidad y la razón, bien podemos afirmar hoy que “Big brother, c’est les autres”.

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