El ser humano siempre ha buscado el poder. Y no crean que es únicamente en la política, es propio de cualquier escenario: en el colegio, la universidad, los negocios, el trabajo, la música, el deporte, la cultura, religión. En la vida misma.
Son innumerables los ejemplos que inspiran, pero también los que desilusionan. Cuando alguien ostenta algún tipo de poder, una de las conductas humanas que más aparece y permanece, es la arrogancia y la soberbia. Es decir, en lenguaje más directo: se les sube el poder a la cabeza y la cabeza se daña con exceso de poder.
Es una enfermedad. Comienzan a creerse por encima de todo y de todos, aparecen actitudes como humillar al prójimo, intimidar, insultar, despreciar. Es la prepotencia en su máxima expresión. Se les sube el colesterol de superioridad.
Este síndrome ha tenido repercusiones tenebrosas. Solo recordemos a uno de los dueños del mal, como fue Adolfo Hitler, con su avasallante arrogancia, hasta creer que eran una raza superior, desembocó en la segunda guerra mundial, con unas consecuencias brutales. Fue una desgracia para la humanidad.
La arrogancia no es demostración de inteligencia. Es todo lo contrario, ese deseo desbordado de ejercer el control a su antojo, casi siempre termina muy mal, aquellas cualidades que les permitieron alcanzar una posición privilegiada, son reemplazadas por actitudes que desembocan en el fin del poderío que ostentan. La historia está repleta de ese tipo de ejemplos. Avances y grandes retrocesos.
Creen tener siempre la razón y el resto son los equivocados. Al presidente de Brasil Jair Bolsonaro, el ego desproporcionado con el que gobierna, le ha pasado varias facturas, como fue el caso del coronavirus, al cual calificó como una gripita. Hoy en día este país es el segundo con más casos del virus, solo superado por EE.UU.
Algo casi calcado le ocurrió al presidente de EE.UU Donald Trump. Se cansó de minimizar el impacto de la pandemia y hasta desestimaba el uso del tapabocas. Ahora que el virus lo atrapó, se muestra desafiante ante la enfermedad.
Sócrates decía que cuando los dioses querían destruir a un ser humano lo convertía en arrogante y así se destruía a él mismo. Creo que no le faltaba razón al gran filósofo griego, la soberbia es como una especie de virus, que bloquea cualquier capacidad de escucha y solo se impone el criterio de quien padece esta maligna actitud. Nadie es indestructible.
El autor Jim Collins, nos recuerda los riesgos que implica dejarse atrapar por la soberbia: “Perdurar o caer, sobrevivir o desaparecer depende más de lo que tú te hagas a ti mismo que de lo que el mundo te haga a ti”. Pero muchos en diversos escenarios, se dan a la espalda a sí mismos.
Los arrogantes siempre firman un contrato con la prepotencia. Y lo que es peor, lo hacen a término indefinido. El complejo de superioridad, dicen los expertos, los impulsa a despreciar la opinión ajena. La gente crecida, como dicen en el barrio.
También hay contrabando de egos. Muchos líderes hacen copy page de modelos arrogantes en otros lugares del mundo y entonces advertimos intentos de repeticiones de Hitler, Chávez, Correa y otras especies de la fauna de la soberbia.
La arrogancia debería ser considerada una forma de corrupción de la personalidad. Estos rasgos son más propios de conductas autoritarias y del autoritarismo nace la anarquía. Incluso algunas figuras son amables ante el público, pero con su equipo de trabajo son déspotas. ¿Cuál de los dos será el real?
A mayor ascenso en cualquier escala, muchas veces el comportamiento soberbio empeora. Hacen todo lo contrario a lo que aconsejaba el escritor y premio Nobel de Literatura Ernest Hemingway: “El secreto de la sabiduría, del poder y del conocimiento es la humildad”
Un individuo atrapado por la arrogancia únicamente tiene dos caminos: o destruye la arrogancia o la arrogancia lo destruye a él.
La pregunta incómoda
¿Qué tanta verdad de la violencia eterna de nuestro país están dispuestos a aceptar los colombianos?