Alexander Velásquez

Escritor, periodista, columnista, analista de medios, bloguero, podcaster y agente de prensa. Bogotano, vinculado a los medios de comunicación durante 30 años. Ha trabajado como reportero para importantes publicaciones de Colombia, entre ellas El Espectador, Semana y El Tiempo. Ha sido coordinador del Premio Nacional de Periodismo CPB (ediciones 2021, 2022, 2023). Le gusta escribir sobre literatura, arte y cultura, cine, periodismo, estilos de vida saludable, política y actualidad. Cree en la vida después de la muerte, uno de sus temas favoritos. La lectura y caminar una hora diaria mientras escucha podcast son sus pasatiempos favoritos. Escribe su segunda novela.

Alexander Velásquez

“No le digas a mi madre que soy periodista, ella cree que soy pianista en un burdel”

Érase una vez un país donde los periodistas informaban. Se untaban de barro (gastar suela decía el maestro Alfredo Molano) en busca de la noticia y tal era su compromiso con la verdad que a muchos los mataban,  amenazaban o exiliaban por hacer bien su trabajo.

Hoy estamos ante una prensa que peca y no reza. Aparecieron las redes sociales y a los periodistas, además de informar, les dio por opinar sobre lo divino y lo mundano,  lo humano y lo inhumano, seducidos por el pájaro azul que trina en 140 caracteres o el doble si la ansiedad es mayor.  Se les olvidó que “el lugar de los hechos” está fuera de las salas de redacción (o lejos de la sala de la casa, que es lo de ahora en pandemia) y que su tarea va más allá del copy page a los boletines de prensa. 

Primer pecado. Más que periodistas, algunos fungen de jueces  que condenan y absuelven; incluso,  meten las manos al fuego por éste o por aquella, dependiendo de la causa en la que militen, como guiados por agendas ocultas.  Cuando se juntan el periodismo y el poder, se juntan el hambre con las ganas de comer. 

En el libro “La niebla y la brújula” el maestro Javier Darío Restrepo pregunta: “…¿Cómo cambiar realidades sin abandonar nuestra identidad profesional? ¿Cómo no asumir los papeles ajenos de políticos o de activistas de movimientos sociales? ¿Cómo no perder nuestra alma de periodistas para asumir un alma ajena?”

Segundo pecado. Gracias a los tuiteros, tan expertos en levantar  cobijas ajenas, nos enteramos de casi todo -sea falso, sea cierto-  y en ese rifirrafe de insultos y desagravios, se va minando la credibilidad de la prensa, aunque al final eso poco importa porque el show debe continuar.  Que hablen mal o bien, pero que hablen, dicen por ahí. 

-“Mucho miedo y poca vergüenza”, decía mi abuelita, que gritaba encolerizada: ¡cojan oficio! Cuando uno andaba desocupado.  El dicho cae como anillo al dedo en este país que perdió el pudor. Danos hoy nuestro escándalo de cada día, y líbranos de la noticia en desarrollo, amén.  

Tercer pecado. En el entretanto, ¿dónde quedaron  la ética y la responsabilidad? Si te vi, no me acuerdo.  En un abrir y cerrar de ojos, pasamos de la ética a la patética. (Penoso, lamentable o ridículo, según la RAE). Ahora los periodistas cazan peleas, poniéndose al nivel de  mañas propias de políticos.  

Así, los que contaban las noticias terminaron convertidos en la noticia misma, sacándose los trapitos al sol sin ponerse colorados.  Estaba pensando en la pelea Vicky Dávila-Hassan Nassar (febrero de 2020),  donde ella  se despachó contra el jefe de prensa de Palacio  con una docena de términos que iban desde lagarto y tipejo peludo, pasando por fracasado e inepto hasta lambericas y badulaque.. Ni el más narcisista resiste tal andanada; faltó la mechoneada… y eso que había de dónde agarrarse si hubieran  estado en el mismo cuarto.

Cuarto pecado. Las redes sociales son  como “pueblo chico, infierno grande”, parecidas a un inquilinato:   vecinos incómodos, escándalo a cualquier hora del día, un hervidero de chismes. Al fin de cuentas el morbo es inherente a la condición humana y ciertos medios lo saben. 

Las redes sociales son el nuevo jardín del edén, un reino plagado de serpientes,  y en ese caudal de información envenenada ha  caído el periodismo. Antes a los periodistas se les  admiraba.  Hoy, como dicen  por ahí “el periodista soy yo”, porque cualquiera lo es. 

La presentadora de Noticias Uno, Mónica Rodríguez, publicó  lo siguiente a principios de este año: «Si no les gusta que les digan periodistas prepago, dejen de calumniar», refiriéndose a colegas que reciben críticas de las audiencias a través de las redes.

¡Qué dirán mis amigos! Una frase maravillosa, de autor anónimo, resume la vergüenza ajena:  “No le digas a mi madre que soy periodista, ella cree que soy pianista en un burdel”. 

Quinto pecado. El periodismo libra su propia guerra del centavo, donde “todo se vale” a cambio de un clic, la selva donde impera la ley del que más aúlla,  el que tiene el ego tamaño Dios o el capaz de mandar callar  al otro (peinar es el verbo amado hoy). 

Se le ruega a las facultades de periodismo incluir unas clases magistrales de humildad, porque de soberbia estamos bien, gracias. 

"Yo sí soy una periodista, una señora respetable que no se vende a nadie, que no ando lagarteándome puestos y que no estoy buscando ser funcionaria pública", recuerdo que le gritó Vicky a Hassan en aquel espectacular momento. La trifulca estuvo –y sigue estando- para alquilar tablet, pues  el video publicado por Semana tiene casi un millón setecientas mil reproducciones en YouTube. 

Sexto pecado. Ha nacido un tipo de periodismo que no consiste en reportar hechos ciertos -verificados y contrastados- sino en amplificar las peleas de políticos y “otras celebridades” en Twitter, porque mientras ciertos  medios echan más leña al fuego a través de sus plataformas  digitales, más desatadas están las  audiencias con su verborrea. La palabra  suena a enfermedad; a  lo mejor la sociedad toda está  enferma y los algoritmos  nos delatan. Sociólogos, antropólogos, filósofos, psicólogos y psiquiatras se deben estar deleitando con nuestros comportamientos.

Séptimo pecado. Ese “nuevo periodismo” basado en el corre ve y dile de las  redes sociales hace que    lo que diga  mengano, fulano o zutano (con o sin razón, con  o sin argumentos, con o sin pruebas) reciba  el estatus de acontecimiento digno de cobertura, con lo que el reportero termina de  idiota útil de aquel  que conoce   cómo  incendiar las redes sociales. Los medios se vuelven amplificadores de la polarización y a veces sin querer queriendo -o queriéndolo- patrocinan ese clima de extremismos delirantes, porque nada o casi nada es gratuito en esta fucking vida, parafraseando a Juanpis González, que hizo una parodia del agarrón  Dávila-Nassar.

Es hora de hacer actos de contrición. Los periodistas deben serlo y parecerlo. Si los medios contribuyen a la polarización, tal vez es hora de flagelarse sin contemplación, lo que implica abrir espacios internos para expiar los pecados:  leer entre líneas al público  cuando  exigen criterio y calidad en la información,   alentar la actualización permanente de sus periodistas en lugar de  verlos como meros robots que  lanzan “últimas horas” a diestra y siniestra, (tómense estas últimas palabras casi que literalmente) o titulares explosivos en un país harto de la violencia donde, encima todo, las tales declaraciones  explosivas  terminan en nada  la mayoría de las veces.  

Humanizar las salas de redacción (cuando todos vuelvan a ellas) puede ser el principio. Hacer buen periodismo requiere gente buena gente  y profesionales competentes: desde editores con criterio, pasando por correctores de ortografía hasta verificadores de hechos. 

Hagamos caso al maestro Ryszard Kapuscinski: "Para ejercer el periodismo, ante todo, hay que ser buenos seres humanos. Las malas personas no pueden ser buenos periodistas. Si se es una buena persona se puede intentar comprender a los demás, sus intenciones, su fe, sus intereses, sus dificultades, sus tragedias". 

Hay que calmarse para  ver quién digiere lo que se publica,  si lo que se publica es digerible por lo bien escrito e investigado y, sobre todo, si lo publicado es importante e importante para quién. 

De  puertas para adentro los medios deberían preguntarse si sus contenidos enaltecen los valores y principios del “oficio más bello del mundo”, que así lo llamó Gabo. Hay que honrar  su legado y el de quienes murieron por sacar verdades. El periodismo no puede ser el hazmerreír de una sociedad. No es esa su misión. Si el periodismo nos queda grande como oficio, quizás es tiempo de averiguar cuánto pagan por tocar piano en un burdel, porque ningún trabajo es deshonra.

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Alexander Velásquez
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