No soy prisionero… Soy guerrero

Mi tecleo en el computador es frenético como desahogo, en un mundo sin alegrías, sin fútbol…Sin deportes.

El fútbol lo percibo con mayor intensidad en su ausencia; brota como el agua de la tierra, como la esperanza en Dios.

Cada tema futbolero que veo, leo, o escucho, es música para mis oídos. Llego, en ocasiones, al extremo de transmitir partidos imaginarios como lo hacía cuando mi vida transitaba por las cavernas. Y no estoy loco.

Los domingos y los puentes festivos, los recuerdo, nunca fueron para mí de viajes o balnearios. Lo fueron de estadios, de tribunas, de cabinas, siguiendo con entusiasmo las huellas de la pelota.

¿Será que a alguien en el mundo le interesan mi felicidad o mi sufrimiento? Si hay temas más importantes, como los muertos de la pandemia que son, para los entes oficiales, estadísticas y no duelos.  Si no encuentro sosiego por los abusos de las autoridades con los dineros del pueblo. Si me angustia el sufrimiento ajeno. Si no veo soluciones en el camino.

Volviendo al fútbol, el debate se centra en jugar y no en cómo hacerlo, mientras me habla la memoria y reclamo libertad.

El trabajo, el estudio, el baile, el amor, el sudor, las rutas invisibles, o los propósitos inacabados, están en espera.

En vilo sigo la hoja de ruta para el regreso a las calles, a las oficinas, a las fábricas, a las canchas, con las obvias precauciones y regulaciones que eliminen mis miedos y mis dudas.

En el mundo del esférico, la normalidad será incompleta, sin público. Se me ocurre: ¿sería bueno sin árbitro?  Proyecto y pensamiento tan improbables como el próximo retorno de las barras bravas, aisladas, una de las “bendiciones del bicho asesino”.

Se entiende que el fútbol no es la vida, ni la vida se sacrifica por el fútbol. Y que, como dice Juan Gossain, la peor pandemia es la corrupción.

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