La conversación política vive una crisis de sentido. Ha dejado de ser un espacio para el intercambio de ideas y argumentos, y se ha convertido en un campo de batalla verbal, donde el insulto reemplaza al razonamiento y la descalificación personal ocupa el lugar del debate. La política, en su expresión pública, se ha contagiado de una violencia simbólica que todo lo mancha.
El lenguaje del poder se ha degradado. Aunque las disputas retóricas son parte inherente de la vida democrática, lo que hoy presenciamos supera los límites históricos. No hablamos ya de confrontaciones ideológicas intensas, sino de una confrontación en la que valen la calumnia, la mentira, los montajes y el descrédito sistemático. El daño es profundo, porque lo que se erosiona no es solo la reputación de una figura pública, sino la legitimidad del accionar público.
Las palabras importan. No son inocuas. Cuando se utilizan como armas y se lanzan con salvajismo desde tribunas institucionales, medios o redes sociales, abren heridas colectivas. El lenguaje tóxico del poder baja como una lluvia ácida sobre la sociedad, corroe los vínculos sociales y normaliza el enfrentamiento cotidiano. La crispación política se transforma así en tensión social.
Si seguimos por esta pendiente, corremos el riesgo de entrar en una espiral de delirio colectivo. Esto no se disuelve con facilidad; se enquista. Y cuando se rompe el tejido de la confianza pública, recomponerlo es una tarea titánica. El caos discursivo, si no se detiene a tiempo, puede abrirle la puerta al caos institucional. Y del caos, rara vez sale fortalecida la democracia.
Estamos cerca de un punto de no retorno. Aún hay margen para corregir, pero no mucho. La política necesita reencontrarse con el respeto, y el país, con la cordura. Urge un gran pacto de no agresión verbal, un compromiso transversal para discutir con firmeza pero sin odio, para disentir sin destruir. Urge reconciliar la política desde las palabras.
La ira es una mala consejera. Cuando se instala en el lenguaje, contamina la razón. La batalla democrática debe librarse en las urnas, con propuestas, con ideas, argumentos sólidos, no con gritos ni ofensas. En una sociedad fracturada, el lenguaje debe actuar como puente, no como barricada.
Por eso es vital cuidar la palabra. No es un detalle menor. Lo que se dice y cómo se dice construye realidad. Un lenguaje sin freno, usado sin conciencia de sus efectos, puede llevarnos al abismo institucional y moral. Y si eso ocurre, todos seremos responsables, no solo quienes hoy ocupan espacios de poder.
La política tiene una misión que va más allá de la gestión: debe inspirar, abrir caminos y dar esperanza. Pero cuando el lenguaje público se vuelve brutal, lo que se genera es desafección, cansancio, cinismo. La ciudadanía desconecta no por indiferencia, sino por saturación. Hay que reaccionar, antes de que sea demasiado tarde.
Volver a las palabras justas, a la crítica con argumentos, al respeto por la diferencia, no es un gesto ingenuo: es un acto revolucionario. Es, quizás, la única forma real de reconciliación que nos queda. Debemos calmarnos y firmar la paz política.